“LAS “FILOMENAS” DE ANTAÑO”

Rafael Moñino Pérez

MIÉRCOLES 20-01-2022

Los noticiarios de radio y televisión se han ocupado exhaustivamente de los efectos producidos por la borrasca “Filomena”, que todavía duran cuando esto escribo. Nada importante voy a añadir que no haya sido dicho, ya que no es objeto de este trabajo, pues mi propósito, como sugiere el título, es hablar de lo retrospectivo, contar lo que en sucesos como este ocurría en otras épocas, no tan lejanas, pero a suficiente distancia para ser considerados tiempos muy distintos al actual y con gran diferencia del nivel de vida de la población, de aquella sociedad de la que formaron parte nuestros antepasados más inmediatos, nuestros abuelos de tan cercana época como los años 30 o 40 del pasado siglo, cuando las populosas ciudades actuales eran más pequeñas y la mayoría de España era la del medio rural, hoy decadente, y a la que se empieza a llamar vaciada, adjetivo que está haciendo escuela por lo bien que la retrata, pues casi vacía se halla. Los que nacimos en esa época podemos dar fe de ello sin recurrir a otros archivos que la memoria de lo que vimos y al relato de lo que nuestros padres y abuelos nos contaron, porque, para nuestra suerte, los octogenarios y nonagenarios actuales somos la última generación que conoció y vivió un mundo rural semejante al heredado de la antigua Roma, y que, además, sin perder el juicio por el vertiginoso cambio y desarrollo de las ciencias y los viajes espaciales, asimiló y participó de los nuevos conocimientos, pasando sin problemas desde el arado romano a la tecnológica realidad actual.

Lo primero a destacar de aquellos tiempos es que los servicios meteorológicos que hoy nos avisan casi milimétricamente de lo que va a suceder con el tiempo, no existían. Las borrascas venían por sorpresa, pues ni la observación personal de los más viejos, ni las cabañuelas, ni el refranero servían de mucho, pero una cosa estaba, obviamente, clara: que el invierno, con más o menos frío, siempre llegaba, y en algunos casos, sin previo aviso, lo hacía acompañado de las borrascas y olas de lluvia o frío que ahora nos anuncian con nombres propios y hasta con los grados bajo cero que se esperan. En muchos pequeños pueblos rurales no había electricidad, requisito indispensable para que funcionaran los aparatos de radio de lámparas electrónicas, y los de transistores a pilas estaban por inventar, así que aunque los meteorólogos de entonces barruntaran algo de lo que iba a ocurrir, daba igual si la gente -y mayormente la del campo-, no se enteraba, porque la situación real que principalmente voy a describir se centra en las casas de fincas aisladas, donde la gente vivía y trabajaba, pues téngase en cuenta que en el medio rural, sobre todo en comarcas de secano, las distancias a recorrer hasta llegar al lugar de trabajo podían ser de diez a quince kilómetros, que hoy no son nada para ir en coche, pero que debían hacerse andando, en carro o a lomos de caballerías, y no se podía perder la mayor parte del día, aún madrugando, entre ida y vuelta al trabajo por la comodidad de vivir en el pueblo, así que, o se iba “de semana” al trabajo alojándose en cualquier chamizo, a veces con el ganado de labor, o se obraba allí una casa para vivir permanentemente (el entrecomillado “de semana” es una expresión popular de la comarca donde trabajé como Agente de Extensión Agraria).

Y ahora, partiendo de una situación como esta, imaginemos una “Filomena” de categoría parecida a la actual o peor, sin máquinas quitanieves y con un aislamiento total que podía durar semanas, donde el vecino más próximo que pudiera ayudarte en casos de apuro estaba lejos, posiblemente en peor situación que tú, y con dos palmos o más de nieve o hielo por en medio. ¿Qué hacer? Pues nada, es decir, nada extraordinario que no estuviera previsto, porque como estas situaciones era normal que ocurrieran, la gente se preparaba con la despensa llena de alimentos no perecederos y leña suficiente, y si había ganado que mantener, con el pajar lleno y buena provisión de cereales grano como cebada, maíz o avena. En la despensa, entre los alimentos cárnicos, el rey, por supuesto, era el cerdo, animal del que una autoridad tan indiscutible como don Gregorio Marañón dijo que en España había salvado más vidas que la penicilina. También había gallinas y conejos en el corral, y puede que corderos, y ovejas o cabras con leche para la familia, los niños, y fabricar queso; y para variar la dieta cárnica estaban el bacalao seco, arenques y sardinas de bota. También, buen abastecimiento de harina de trigo, aceite, vino, legumbres y conservas vegetales, sobre todo de tomate envasado en botellas previamente mezclado con ácido salicílico, poniendo en el gollete una capa de aceite y tapadas con corchos nuevos, o bien, sin usar ácidos, tapándolas bien y esterilizándolas al calor flojo del horno después de cocer el pan. Algunas frutas, como manzanas y uva, se conservaban bien al fresco en cualquier almacén, envueltas en paja las manzanas y colgados los racimos de uva en cañas horizontales, y también los melones atados con sogas colgando de las vigas. Otras frutas se preparaban en mermeladas o en almíbares, completando la dieta de postres los habituales frutos secos como higos, pasas, almendras, avellanas y nueces. El alumbrado, como toda la vida: candiles y velas, y en algunos casos, el lujo de un carburero.

Resumiendo, la alimentación durante el aislamiento, adaptada al gusto y posibilidades de cada cual, no suponía grandes dificultades. Había otros problemas: la salud, el nacimiento y la muerte. Para el primero estaba la habitual farmacopea casera de remedios tradicionales a lo largo de siglos. Ya era difícil la asistencia médica en condiciones normales, no solo por las distancias sino porque la gente, sin Seguridad Social, solo iba al médico cuando ya había agotado todas las posibilidades y probado la totalidad de remedios caseros disponibles, así que el aislamiento por nieve no cambiaba mucho la situación, y en casos graves daba igual, pues poco podía hacerse cuando las enfermedades eran producidas por infecciones que hoy se curan con antibióticos o se previenen con vacunas. La penicilina estaba recién descubierta por Fleming, pero su aplicación general se demoró más de veinte años, y como la presentación comercial entonces no era liofilizada sino en forma líquida, por lo que debía ser utilizada en el corto espacio de tres o cuatro días para que no perdiera su efectividad, había que descartarla, sin olvidar que si se tenía la desgracia de contraer alguno de los cólicos misereres de la época, que así se llamaba al conjunto de enfermedades tales como apendicitis, peritonitis, invaginaciones y tumores intestinales, sin otra solución que la quirúrgica, la muerte era inevitable. El nacimiento, salvo imponderables, como suceso previsible no causaba problemas serios. El parto es un hecho natural, y en el mundo rural la obstetricia siempre tuvo su representación en las parteras, unas de profesión y otras de ocasión. También la muerte, salvo la natural la pena y dolor para los deudos, no suponía un problema difícil de gestionar. La presencia del cadáver en la casa durante unos días hasta que la nieve permitiera su funeral y enterramiento se resolvía dejándolo en una habitación con la puerta cerrada para aislarlo del calor de la casa, y la ventana abierta para su refrigeración. Esto, por extraño y macabro que nos parezca, era así, y sucedía hasta en zonas pobladas cuando la nevada impedía cualquier acto o manifestación exterior como un entierro, donde intervienen personas e instituciones además de familiares, y hasta conozco un caso sucedido hacia los años cincuenta del pasado siglo en un pueblo de Cuenca, cuyo nombre omito por innecesario, donde el cuerpo del finado esperó casi dos semanas su funeral. Pero sí quiero reflejar, porque viene al caso aunque al margen del aislamiento, la actitud que sobre la muerte imperaba entonces en las sociedades rurales, y es que a los niños se les mostraba la muerte como lo que realmente es: un hecho natural e irremediable por aprender y aceptar. Las madres llevaban a sus hijos pequeños de la mano a los velatorios caseros, daban los pésames a la familia junto al muerto, y bajo el marco de lloros, lamentaciones, y hasta gritos histéricos resaltando las virtudes que adornaron su vida en la tierra, se sentaban un largo rato, que se alargaba en proporción del grado de amistad o de parentesco, y la visión de los muertos -que los había de todas clases con su mejor o peor aspecto-, para los niños allí presentes, que ahora somos viejos, no supuso ningún trauma en nuestras vidas. Hoy se oculta la muerte a los pequeños, y no me parece bien: es mi opinión.

Mas el confinamiento no suponía inactividad, y nadie hacía tablas de gimnasia como ahora para estar en forma. La gente no dejaba por eso de trabajar, pues en las casas de agricultores y ganaderos siempre hay algo que hacer, y en el exterior, aunque haya nieve, también. Lo primero, agarrar la pala, y a veces también la carretilla, para habilitar pasillos alrededor de la casa, en los corrales y accesos al pajar, al pozo o al aljibe, que el ganado ha de seguir comiendo y bebiendo aunque haga mal tiempo, porque (anoten esto quienes no lo sepan) en las explotaciones agrarias el último que desayuna, come o cena es el dueño del ganado; los animales son primero. Otras actividades eran reparar aperos agrícolas, arreos del ganado de labor, afilar herramientas, hacer soga de esparto crudo para atado de mieses en verano -tarea que principalmente hacían los abuelos-, picar esparto para labores de cordelería fina, y pequeñas labores de conservación de la vivienda y otras dependencias, o sea, no parar, que es otra forma de combatir el frío sin estar sentado frente a la lumbre.

Las mujeres tampoco paraban desde la mañana a la noche. Comenzando con preparar la comida, amasar y cocer pan, fregado de vajilla y ollas, cosido y remendado de ropa, lavado de algunas prendas imprescindibles para secarlas frente al fuego, fabricar queso con la leche sobrante, barrer, limpiar, atender a niños y mayores, y los mil quehaceres de las casas. En la cocina, bajo la amplia chimenea, aparte de la leña menuda que se añadiera para algún guiso, siempre había un grueso tronco de árbol ardiendo lentamente, pues el fuego no se apagaba en ningún momento del día o de la noche. De haber niños en edad escolar, si los padres no eran analfabetos, que solía ser bastante frecuente, se les ayudaba en las tareas escolares si tenían la suerte de estar aprendiendo con algún maestro de los que visitaban las casas de campo a lomos de mula o en bicicleta, pero que no podía hacerlo en este caso por la nieve.

Otra cuestión a resolver eran los desplazamientos si eran estrictamente necesarios durante y después de la nevada, y en esto, los medios de locomoción antiguos tenían sus ventajas. Un carro tirado por mulas o caballos cortaba perfectamente más de un palmo de nieve blanda con sus llantas, y las bestias no resbalaban gracias a sus herraduras claveteadas con clavos de sobresalientes cabezas piramidales, y cuando se formaban placas de hielo, las cabezas de los clavos seguían cumpliendo su función. También, si el viaje se hacía a lomos de una montura, el desplazamiento por vías conocidas se podía hacer con mayor seguridad, siempre que el espesor de la nieve permitiera el braceo de las patas del animal, así que los viajes, si las condiciones de la nieve no eran extremas, se podían hacer, aunque con mayor lentitud y precauciones.

Y esto es, más o menos, lo que pasaba en los confinamientos de las “Filomenas” de antaño, que no tenían nombre y llegaban por sorpresa, pero con la gente preparada.