REFLEXION SOBRE LA INTOLERANCIA.Fotos. Rafael Moñino Pérez

Por Rafael Moñino Pérez,  Agente de Extensión Agraria

 MARTES 06-01-2014

            Considero la intolerancia, más que un defecto humano, una tara mental, por que la falta de respeto y consideración hacia las opiniones, símbolos y creencias de los demás rebasa para mi la raya del simple defecto. La intolerancia es pariente cercana de la soberbia, orgullo desmedido del yo que va indefectiblemente unida a la ignorancia, por que el sabio conoce y valora los límites de su conocimiento; el necio, no. La popular máxima socrática, “solo sé que no sé nada”, y el planteamiento filosófico cartesiano “pienso, luego existo”, son dos claros exponentes de la humildad y actitud de quienes, conociendo las fronteras de su saber, luchan con tesón por dilatarlas mediante el estudio y la investigación. Pero el orgulloso es necio, y de notas de su necedad está llena la literatura. Dos ejemplos, uno bajomedieval y otro contemporáneo, nos ilustran: De “Las mocedades del Cid” (Guillén de Castro) nos llega el famoso “defendella y no enmendalla” como solución para cuando el noble y principal no acierte en su juicio; y de la inmortal comedia de Muñoz Seca el “No hay barreras para mí, pues si hay barreras, las salto” lema para el escudo de Don Pero (“La venganza de D. Mendo”, jornada tercera).

            Pero, insisto, la intolerancia, el intolerante, es mucho peor que el soberbio. Es el que pasa a la acción destructiva de quien considera oponente, sea quien sea –persona-, o lo que sea –símbolo-, como quien se niega en Cataluña a subir a un taxi que porta la bandera española y labora luego para que el taxista pierda su empleo; como al que, pudiendo mirar hacia otra parte si le daña la vista, le molesta la contemplación de la cruz de La Muela, símbolo de la que sirvió de suplicio y muerte a quien decía ser manso y humilde de corazón, y además murió perdonándole a dos mil años de distancia. Es al que le estorba el pobre Belén que los belenistas y montañeros de Callosa suben todos los años a lo más alto de la sierra, y lo destroza, y también, arranca el olivo, símbolo también de paz que no plantó mano humana, perenne acebuche capaz de vivir de lo que le envía el cielo sin beneficio de escorrentías, que crecía junto al mojón del Pico del Águila, el punto más alto de la sierra y a poca distancia del citado Belén. La intolerancia es también la que, llevada al paroxismo de la aberración, es capaz de degollar públicamente seres humanos en nombre de Alá-Dios, manchando la imagen del Dios Único Todo Amor para musulmanes y cristianos. Por eso pienso que el intolerante es un tarado mental, un pobre enfermo. Por que el escorpión y el crótalo viven armónicamente con su ponzoña; es su naturaleza, y como seres irracionales no tienen conciencia de ello, no hay crueldad en su comportamiento. Pero el intolerante es en muchos casos instruido, ha pasado por la Universidad y participa de modo formal del cogito cartesiano, y si es capaz de vivir compaginando en su mente conocimiento y raciocinio con el veneno del odio por el odio a todo lo que no se acomode a su esquema mental, es que hay algo podrido en su estructura cerebral.

            Es propio del intolerante hacer daño, y lo hace. Pero estará siempre muy lejos de la felicidad, la aspiración suprema del ser humano, sea o no creyente. Eso queda para los que respetan la opinión ajena aunque no la compartan, los que no odian: los mansos y humildes de corazón.

            Termino esta reflexión con un positivo ejemplo presencial de tolerancia: En las palabras finales durante el acto de despedida de un compañero que se jubilaba, dijo éste más o menos de alguien que se hallaba junto a él: “-Aquí tengo a mi lado a Fulano de Tal, con quien me une una amistad tan grande como la discrepancia que separa nuestras creencias y convicciones políticas”. ¡Qué maravillosa reciprocidad y ejemplo de convivencia!