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Dignidad. Palabra hermosa, suave en el acento pero rotunda en su significado. Palabra que consuela, que acuna, preñada de esperanza. Palabra necesaria.

Se pueden tener los pies llenos de llagas del camino, la voz rota de tanto gritar justicia, el estómago vacío de tanta falta, vivir en la indigencia, estar enfermo, ser viejo, inmigrante sin papeles y ser digno. Muy digno. No tener palabras para explicar tus emociones porque te las robaron cuando eras niño. Se puede no tener casa, porque te han echado de ella a empellones, no tener trabajo porque antes te echaron de él como se tira a a un perro, y no porque a los perros se les pueda ni deba tirar. Se pueden tener todas las lágrimas del mundo pero no poder ni saber llorar. Ser de izquierdas o de derechas, tener carnet o no tenerlo, tener esperanza o haberla perdido, y seguir siendo digno. Se puede no tener memoria, haberla olvidado, y ser igualmente digno.

Lo que ya es más difícil es reclamarse digno cuando se tiene todo, palabras para expresarse, memoria para contar la historia, palacios donde habitar, poder que ejercer, policías que mandar… y se hace como se hace. Es difícil ver entonces un gramo de dignidad cuando todas y cada una de esas acciones se utilizan de forma implacable y rotunda para denigrar y ridiculizar a quienes no tienen ya casi nada, atacar a quienes tienen el atrevimiento de defender sin nada detrás la vigencia de esa palabra, cuando se utilizan los altavoces públicos para justificar los golpes sobre las heridas abiertas que tú y tus decisiones provocaron con anterioridad. La hermosa y épica palabra, entonces, en su labios, adquiere unos tonos oscuros, saabe a farsa y a estafa. Y su sola mención se hace casi insoportable. En twitter@plopez58