LAS VICISITUDES DE UN MÚSICO DE PUEBLO POR UN CLARINETE

El Cojense

            Yo era, y todavía me considero en parte, un músico de pueblo, fruto de la instrucción que allá por los años cincuenta del pasado siglo se daba a los educandos de banda. Te enseñaban solfeo, y luego te prestaban una boquilla -en mi caso de clarinete- para que aprendieras a sacar sonidos, chillones por lo agudos, que son los únicos que produce una boquilla de clarinete aislada de su complemento instrumental. Seguidamente, un profesor, normalmente sin titulación académica, pero con buen oficio, siguiendo las lecciones del método de aprendizaje al uso, te enseñaba lo necesario para que aprendieras a manejar el instrumento y lograras interpretar los papeles que portaban los atriles. A partir de ahí, el propio interés por aprender y la responsabilidad contraída con la banda, más la comprensión de los vecinos aguantando la monótona digitación de los ejercicios musicales, incluidas las sesiones de notas tenidas para perfeccionar el sonido, hacían el resto y acababas por vestir el traje y salir de músico en la banda.

            En cuanto al instrumento en sí, el problema se planteó dos veces en sendas épocas separadas por unos cinco años, pues pese a que el clarinete es el instrumento más numeroso en el conjunto de la banda, no solía abundar para prestar uno a cada nuevo músico que se presentara, como fue mi caso. El precio del instrumento representaba una pequeña fortuna para la época, y la economía doméstica de una casa de modestos agricultores de pueblo como la mía no daba para tal dispendio ni en cómodos –más bien incómodos- plazos. Menos mal que unos tíos maternos, de mediano buen pasar y sin hijos, le compraron al sobrino de 15 años que yo era un clarinete de metal de segunda mano que todavía conservo, y que, dicho sea de paso, tiene un sonido tan bueno que no desmerece ante sus semejantes de madera. Con este instrumento aprendí y me incorporé a la banda del pueblo de al lado, pues en el mío no había.

            Casi cinco años después marché a cumplir el servicio militar en la Academia General del Aire (San Javier), e ingresé como músico agregado en la banda de música, dirigida entonces por el capitán Larios. Y volvió a presentarse el problema, pues mi clarinete, de tonalidad brillante como entonces era usual en las bandas de pueblo, no servía para tocar en esta banda cuyos instrumentos estaban afinados en tono normal. Para los que lean esto y no sean músicos solo diré que entre la tonalidad normal y la brillante hay muy poca diferencia, apenas un semitono más aguda en la brillante, lo cual convierte a ambos grupos de instrumentos en incompatibles, y para no alargar la cuestión añadiré que la tonalidad normal beneficia a los divos de la lírica, pues les supone menos esfuerzo para atacar las notas agudas  Así las cosas, solo podía asistir como oyente a los ensayos y estudiar aparte los papeles con mi clarinete hasta resolver, si podía, el problema, pues como pasó años atrás en la banda de Granja, tampoco había instrumentos disponibles en el almacén de la música. Bueno, la realidad es que no había ningún clarinete entero que sirviera como tal, pero el cabo furriel encargado del almacén me enseñó lo más parecido a lo que se entiende por un cajón de sastre, o sea, un enorme cajón de madera con un revoltijo de piezas procedentes del desguace de instrumentos de madera y metal; señal evidente de que alguien antes que yo se había entretenido lo suyo y de que el ejército, por suerte, no daba entonces cualquier cosa al chatarrero.

            -Si te sirve algo de eso, es lo que hay –vino a decir más o menos, con la mejor intención, señalando el cajón-.

            -Veré lo que puedo hacer –respondí-, pero no hay más remedio que intentarlo, aunque esto parece el osario de un cementerio.

            Comencé la tarea empezando por separar del revoltijo aquello que consideraba piezas procedentes de clarinetes de las de otros instrumentos. Por suerte, los clarinetes eran todos de la marca Buffet, cuyos muelles en forma de agujas de dos puntas se incrustaban en la madera por un extremo y se apoyaban en la llave a accionar por el otro, por lo que cambiarlos de lugar con ayuda de un pequeño alicate era fácil, contando también con la seguridad de que las llaves de cualquier cuerpo servirían para otro tratándose de la misma marca y modelo. Lo primero que encontré útil fue una campana y un cuerpo inferior sin fisuras, pero con falta de algunas llaves (algunos rajados había, y por tanto inservibles). Luego hallé un barrilete, y por fin, un cuerpo superior también en buen estado, aunque sin llave de octavas. Uní tubos y campana y comprobé que encajaban de modo aceptable. Aquello me dio ánimos, pues para el ajuste no tendría problemas cualquier manitas con el pulso y buena vista que se suelen tener a los veinte escasos años, así que, tras el recuento de los elementos mecánicos que faltaban en las piezas elegidas, comencé el desarme de las que necesitaba del resto del material y las fui montando en su lugar correspondiente. Calculo que la faena me tuvo más de veinte horas ocupado entre la tarde de un viernes y el fin de semana siguiente, pero acabé el trabajo de montaje de muelles y llaves, enzapatillado de las mismas, pues tenía un recambio de zapatillas para el mío, y ajuste de cuerpos rellenando holguras entre tubos a base de minuciosas vueltas de hilo de coser, naturalmente blanco, que destacaba limpiamente sobre el color negro de la madera de ébano del instrumento. El toque final fue, considerando lo seca que estaba la madera de tanto tiempo sin humedecerse por el uso, colocarle un tapón de algodón empapado en agua en cada extremo, sujetar con esparadrapo las llaves que mantenían agujeros abiertos, sellar el resto de agujeros libres y envolverlo todo en papel de celofán ( no había bolsas de plástico como ahora) hasta el día siguiente, lunes por la tarde, para probarlo, pues por las mañanas, entre el servicio que hubiera y las dos horas de ensayo al que, repito, asistía como oyente, no pude comprobar el resultado de mi trabajo. Recordé el monstruo del Dr. Frankenstein: Había hecho, en cierto modo, algo parecido con piezas procedentes de no sé cuantos cuerpos distintos muertos en un cajón. ¿Resucitaría bien como era mi propósito, o andaría a trompicones y sin control como el de la película?

            Llegado el momento, y un poco nervioso, entré en el cuarto de la furrielería acompañado del cabo; desenvolví el instrumento, solté los esparadrapos, sequé la humedad interior del tubo con la cuerda y el trapo de limpieza, le puse la boquilla, hice sonar el Sol natural al aire, luego el registro grave, después el medio, y, finalmente el agudo hasta el Sol sobreagudo. No podía creer lo que oía. Su sonido era redondo y hermoso, y el funcionamiento mecánico de sus llaves, excelente y suave. No dejé de tocar durante un buen rato, y a medida que lo hacía y se calentaba notaba cada vez una mejor respuesta del instrumento. Había nacido un nuevo clarinete. La paciencia y tesón empleados en la tarea dio su fruto ¡Ya tenía un clarinete! El furriel me felicitó y creo que hasta le di un abrazo de agradecimiento.

            Al día siguiente, por fin, tras las felicitaciones de rigor en el local de ensayos, pude ocupar mi puesto como músico activo y empezar a perder el pelo de la dehesa como músico de pueblo, aprendiendo del buen hacer y consejo de los profesionales.

            Algo más de un año después de esto, en Febrero de 1958, me licencié. El clarinete pretendió quedárselo mi amigo y compañero Faustino García Tárraga, un jovencísimo soldado de primera y educando de banda, pero alguien más le había echado el ojo y dijo que aquel instrumento estaría mejor en las manos de un sargento que en las de un soldado, y se lo arrebató por galones. Pero se equivocó: No pasó de sargento pese a manejar un clarinete que sonaba mejor que el suyo. En cambio, mi amigo Faustino llegó a ocupar la plaza de clarinete principal de la banda de la Academia General del Aire y se retiró con el grado de subteniente músico.