“LA VUELTA A LA TRIBU”

   Rafael Moñino Pérez

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LUNES 16-05-2016

La diputada de la CUP, Ana Gabriel, con su pintoresca salida de tono sobre la reproducción y educación humana, especie de remedo del antiguo (y fracasado) colectivismo agrario soviético aplicado a las personas, me ha decidido a escribir sobre el asunto tribal, y digo escribir porque la opinión que tengo de esto hasta hoy no ha pasado de la típica tertulia de bar entre amigos. Sobre lo opuesto a la tribu sí que tuve no hace mucho la ocasión de manifestarme desde una tribuna, y lo hice de pasada, pues no era ese el motivo del discurso, porque me considero ciudadano del mundo (no diré universo por no exagerar) sin menoscabo del especial amor que sienta por el lugar donde nací, y por mi país, España.

            La tribu es tan antigua como la humanidad. Antes que tribu fue horda, como podemos ver todavía en la organización social de nuestros ancestrales parientes en la evolución zoológica, los actuales primates. No tengo muy claro si los individuos que dejaron sus huesos en la sima de Atapuerca eran horda o tribu –tal vez estuvieran a más de medio camino entre ambas situaciones (practicaban el canibalismo, no sé si por hambre o costumbre)-, pero la Paleontología y la Arqueología nos muestran, en cualquier caso, los comienzos que tuvimos como humanos cuando nos pusimos de pie para dejar de andar a cuatro patas.

            Más tarde, pero a distancia tan corta como dos mil quinientos años atrás, nuestros antepasados iberos, celtas, vascones, cántabros, lusitanos, tartesos y demás grupos y subgrupos peninsulares se organizaban en tribus, con un grado evolutivo mayor que las que encontraron en África los primeros exploradores europeos, pero bastante parecidas  en su organización tribal. Así nos hallaron Cartago y Roma, y pronto fuimos dominados y explotados, y convertidos también en tropas auxiliares forzosas y mercenarias para guerrear entre ambas potencias, ya que por nuestra condición tribal era difícil oponer un frente común a los invasores. Perdimos, entre otras cosas, nuestra cultura, lengua y costumbres, aunque  no todas, como la de guerrear entre tribus vecinas, inclinación que Cartago y Roma supieron encauzar para que lo hiciésemos contra los ejércitos contrarios del que estuviéramos enrolados. Bajo esta gruesa pincelada entiendo yo personalmente lo que debieron ser nuestras tribus, los prolegómenos de lo que modernamente llamamos Autonomías.

            Después que Roma se sacudiera las pulgas de Cartago, y fuera a su vez relevada más tarde por los bárbaros del norte, que aquí se llamaron visigodos, y gracias también a la peculiar forma de gobierno monárquico de éstos, donde matar al rey era la mejor manera de llegar a ocupar su puesto porque la monarquía no era hereditaria sino electiva –electiva solo para el grupo de amiguetes confabulados-, llegaron los árabes, que en poco tiempo, como en un paseo militar, se hicieron dueños de casi todo el cotarro peninsular. Pero, ¡ay!, que esta tierra parece que tiene su veneno disgregador, y a no tardar mucho los árabes también pensaron que era mejor ser cabeza de ratón que cola de león, y reinventaron de nuevo las tribus, es decir, las Autonomías, que ellos llamaron Reinos de Taifas -aut Caesar aut nihil (o César o nada), como dijo el célebre caudillo romano ante el Rubicón-, así que, si no eras por lo menos rey de una taifa ni tenías un castillo para guerrear con la taifa de al lado, no eras ni ratón sin cabeza, así que, por lo que al Levante peninsular toca, que lo tengo más a mano, cuando aparecieron por aquí Jaime I de Aragón y su yerno castellano Alfonso (futuro Alfonso X El Sabio) con sus huestes, las taifas y sus castillos se desmoronaron como si fueran de naipes (algunas, como la murciana, sin disparar una flecha). Cuando cayó la última, Granada, los Reyes Católicos reagruparon el país, que se mantuvo más o menos unido hasta el primer tercio del pasado siglo XX en que empezó de nuevo a disgregarse, tuviendo que pasar por una guerra civil –la última por ahora- para recuperar la unidad nacional. Pero claro, este periodo fue corto, tan corto como la vida del que lo estableció, y a su muerte reaparecieron por tercera vez las tenaces formaciones tribales que ahora llamamos Autonomías propiamente dichas, o sea, diecisiete gobiernos con diecisiete parlamentos, más café y mamandurrias para todos. Y reaparecieron, para asombro, general, hasta en lugares donde los más viejos del lugar no recordaban haberlas tenido jamás, y fue en gran parte gracias a eso que, para justificar el desaguisado, se llamó “el hecho diferencial”, lo cual, bien mirado, es evidente, porque a ver quien, a poco que busque, no encuentra suficientes hechos diferenciales para sacudirse entre los de Villaburros de Arriba y los de Villaburros de Abajo, ¡qué se habrán creído los otros!

            Pero no acaban ahí nuestros males. Roma, en efecto, con su política uniformista se cepilló nuestras lenguas -sabemos cómo escribíamos, pero no sabemos leer lo que pone- cambiándolas por el latín, y nos fastidió (¡qué duda cabe, a nadie le gusta que le chafen su lengua materna!), pero a cambio nos dio el idioma de un extenso imperio, una especie de Esperanto que nos permitía comunicarnos con cualquier individuo del mundo conocido, que casi todo era romano. Aquí, por ser como somos, y nuestros políticos por ser tan listos que no previeron las consecuencias, en alguna autonomía hasta se prohíbe rotular tiendas y negocios con nuestra lengua común, el castellano (hablado por 400 millones de personas), pues, salvo coercitiva multa, solo se puede hacer en la lengua tribal. Y la educación, también transferida -¡tampoco lo vieron, qué ceguera!- y en manos de gente que solo mira su ombligo, está produciendo por todas partes generaciones de resentidos ignorantes de su pasado y sus valores –véase, por ejemplo, la posición de nuestras universidades a la cola de Europa-, generaciones que ya han llegado a tener el número suficiente de individuos capaces de dar responsabilidades de gobierno a ejemplares tan pintorescos como los que nos sorprenden cada día con sus estrafalarias ocurrencias. Por eso he comenzado calificando de pintoresco el desbarre de Ana Gabriel, dicho precisamente en la moderna realidad de esta sociedad del siglo XXI. Pero no me ha sorprendido, ni ofendido, esta señora o señorita; me produce ternura. Es un producto tribal perfecto –algunos dicen progresista- y como tal, orienta su rumbo y forma de entender el progreso hacia sus verdaderos orígenes, que también, miren por dónde, son los míos: Atapuerca.

             Pero el caso es que yo no quiero volver a Atapuerca, porque la vida que debieron llevar sus moradores, a juzgar por los vestigios que dejaron, me parece una vida demasiado incómoda comparada con la actual, aunque ésta también tenga sus defectos. Y resistiré con todas mis fuerzas a que me obliguen a volver los desnortados especímenes que lo intenten, como esta señora o señorita.