“EL  RECICLAJE”

Rafael Moñino Pérez

LUNES 15-01-2018

No se puede dudar de la importancia que tiene el reciclaje en estos tiempos de elevado consumismo, ni tampoco puede que sea lógico repetir la manida expresión de que cualquier tiempo pasado fue mejor: cada época trae sus circunstancias y sus problemas. Pero se puede decir, a la vista de los hechos, que el nivel de vida de las sociedades actuales es proporcional a la cantidad de desechos que producen.

En  la actualidad, los camiones de recogida de basuras son los reyes de la noche en las ciudades y pueblos, y algunos de los vertederos en los que descargan adquieren el tamaño y forma de montañas, pero esta estampa nocturna es muy reciente, muy moderna, y no por el derroche de automatismos de que hacen gala estos vehículos especializados, sucesores de los primitivos carros que hacían el servicio a la luz del día, sino por su presencia en sí, pues no hace tantos años como para no recordar que en muchos de nuestros pueblos no se recogía la basura, y era por la sencilla razón de que no había basura que recoger, porque, exceptuando los objetos de vidrio o de cerámica rotos y sin posibilidad de reconstrucción con pegamentos o lañas, cuyo destino era un pequeño vertedero sin olores a las afueras del pueblo, todo lo demás se reciclaba. A cambio de los objetos metálicos, trapos y alpargatas desechadas, el trapero que recorría las calles empujando una carretilla de mano entregaba a las amas de casa útiles objetos de loza para la cocina o pequeños caballitos u otros juguetes de barro cocido para los niños. Estos trapos y alpargatas terminaban en los llamados almacenes traperos, donde previa selección de materiales se prensaban y embalaban para enviarlos generalmente a las fábricas de tejidos alcoyanas, algunas de cuyas mantas, por los aprestos que se utilizaban en su confección, olían de un modo característico conocido entre el vulgo como “olor a Alcoy”. Aparte de esto, todo lo que fuera capaz de pudrirse iba al estercolero, ya propio o del vecino, y de ahí a la huerta como abono. Las botellas se reutilizaban para la compra a granel de aceite, vino o cualquier líquido -incluida la fórmula magistral en forma de brebaje que preparaba el boticario-, o para envases de conserva de tomate. Algunos botes de hojalata colgados del techo de las cuadras o almacenes para evitar la acción de las ratas guardaban en las casas de los agricultores las semillas de nabos, rábanos, apios, lechugas y otras hortalizas. Los tarros de vidrio con tapadera, con los que se podían conservar alimentos pasteurizados a largo plazo, eran un auténtico tesoro en medio de tantas carencias, pues atendiendo a lo dicho al principio, si el nivel de vida de una sociedad se mide con tales parámetros, la escasez de desechos hablaba por sí sola del nivel de vida local de nuestro pueblos del contorno, donde no era necesario el basurero aunque fuera guiando un humilde carro tirado por una bestia, que fue la manera en la que comenzaron los primeros vehículos de recogida de basuras. Eran tiempos de escasez y de autarquía a pocos años de acabar la guerra civil, sobre los que volveremos seguramente con temas parecidos a lo que contamos aquí del reciclaje. Bien es verdad que no había plásticos, pero creo que de haberlos habido también se les hubieran encontrado mil utilidades por su versatilidad sin tirarlos como ahora, tal era el afán ahorrativo de la época, heredera reciente de la anterior a la instalación del alumbrado eléctrico, en la que el hecho de encender un cigarro con una cerilla estando presente la llama del candil era casi un delito de leso despilfarro.

Si bien en los pueblos de la Vega Baja, por su peculiar modo de vida agrícola y escasa industria no sucedía lo que sigue, en otras ciudades, como Villena, de donde podría dar nombres y apellidos de los protagonistas que conocí hace bastantes años -y de los que aprendí algunas cosas-, se recogían de las escombreras las hojalatas oxidadas, las cuales, una vez recortadas de forma conveniente, formaban los núcleos de autotransformadores provistos de potenciómetros para elevar el deficiente voltaje en algunos centros fabriles de calzado, facilitando así el funcionamiento de pequeños motores eléctricos. La cualidad aislante del óxido de hierro, junto al ingenio que estimula la necesidad, permitía fabricar estos aparatos partiendo de un material tan aparentemente inservible. Y respecto del voltaje, recuerdo personalmente no solo que algunos días de la semana no había servicio eléctrico en muchos pueblos vegabajenses, sino que cuando lo había, a veces los motores trifásicos de entonces que debían arrancar con carga, como los de la molinería, no podían hacerlo pese a su especial sistema de cuchillas para arranque en estrella-triángulo porque la tensión eléctrica no llegaba ni a 180 voltios de los 220 nominales. Las deficiencias del voltaje, aunque atenuadas y sin los habituales cortes de suministro de la posguerra, se mantuvieron bastante tiempo. Los primeros aparatos de radio se adquirían con sus correspondientes elevadores-reductores de tensión, que los usuarios regulaban manualmente con una clavija, y los primeros televisores también contaban con sus respectivos estabilizadores automáticos de voltaje, para los cuales se reservaban unas pequeñas lejas bajo los tableros de las mesas que se fabricaban especialmente para estos aparatos. Luego vino el cambio de tensión doméstica de 125 a 220 voltios y la invasión de pequeños autotransformadores de 500 vatios para que los frigoríficos y otros aparatos de pequeño consumo pudieran seguir funcionando. El de la foto es del que esto firma, y al que añadí dos tomas más de corriente siguiendo los consejos de dos amigos que en sus tiempos fabricaron los de hojalata.

Termino con un curioso ejemplo de reciclaje ganadero-industrial, aunque en este caso se trata del aprovechamiento total de un subproducto: La ramuja (ramas de poda del olivo) la compraban los pastores por cinco o seis pesetas la garba; las ovejas y cabras se comían la hoja y las ramillas tiernas; los conejos, la corteza; y el panadero todavía daba dos pesetas por lo que quedaba para hacer la calda. Hoy, sin ningún aprovechamiento, este producto es pasto de las llamas en los claros o en los linderos de cualquier olivar, verdadero despilfarro energético, porque la leña del olivo, como la de tantas especies de árboles de crecimiento lento, posee un alto poder calórico.