TEXTO Y FOTOS RAFAEL MOÑINO PÉREZ

MARTES 12-12-2017

Cuando se cuentan los años por veintenas, como hacían nuestras abuelas y abuelos no hace falta recurrir a la literatura para contar ciertas historias por la sencilla razón de haberlas vivido. Recuerdo al respecto las palabras de una anciana de mediados del siglo pasado –por lo que debió nacer cuando todavía reinaba Isabel II- para decir que tenía ochenta y siete años: “Ya tengo cuatro veintenas y siete años”. El llegar a viejo tiene, entre otras, la ventaja de poder contar las cosas que desde la infancia ha visto hacer a sus mayores, y que hoy pueden resultar muy extrañas a los jóvenes que, con peligro de tropezar o caer a una alcantarilla abierta, transitan por nuestras calles con los dedos pegados a las pantallas de sus juguetes electrónicos, o se sientan en la terraza de un bar sin dirigirse la palabra entre ellos.

            Gracias, como he dicho, a mis años -que también cuento por veintenas cuatro-, en el medio rural de nuestros pueblos he visto cocinar mediante sistemas prehistóricos (fogón de tres piedras en forma de triángulo sobre el suelo), medievales (cadena con gancho colgando de la chimenea o de un trípode; anafes u hornillos portátiles de carbón; trébedes, que todavía se usan), más los pequeños y utilísimos infiernillos de alcohol, que podemos ver en algunas mesas de restaurantes flameando ciertos platos, pero que antes eran casi exclusivos de las mesillas de noche para calentar la leche o el biberón del niño sin salir de la habitación. Luego, a mediados de los cuarenta, los fogones portátiles (primero de petróleo y después de butano), retiraron los de carbón. Todos estos eran, en conjunto, los medios con los que nuestras abuelas cocinaban. Pero quiero dedicar especialmente la mayor parte de estas líneas a uno de los elementos citados, el llamado anafe u hornillo portátil de carbón vegetal, fabricado con materiales tan diversos como barro, cerámica y metal, pero especialmente los de tipo mixto, elaborados en este caso con hojalata, yeso, ripios y trozos de hierro para la  parrilla del fogón.

            Dos son las causas de la preferencia por mostrar este tipo de hornillo mixto: Porque por ser de fabricación casera no estaba a la venta; y por la circunstancia añadida de que era fabricado casi siempre por manos femeninas. Para ello, el ama de casa se aprovisionaba de un envase grande de hojalata, por lo general una lata de aceitunas como el de las fotos, lata que por su volumen o carestía no solía comprar entera para su consumo, la cual, si no la recogía de un vertedero la encargaba en la tienda donde compraba las aceitunas sueltas para que se la guardaran en vez de tirarla (la del que se ve en las fotos mide 22 centímetros de ancho y 14 de alto). Una vez en su poder el envase, esperaba el paso del habitual estañador-hojalatero que recorría las calles reparando cualquier utensilio de cocina, el cual recortaba el borde superior del envase y le practicaba una ventana de corte rectangular lateral de uno 10 centímetros para entrada de aire al fogón.

            Dispuesta así la base del utensilio, el ama de casa procedía al relleno del interior de las paredes verticales, exceptuando la ventana abierta por el hojalatero, con un conglomerado de pequeños ripios y yeso de unos cinco centímetros de espesor hasta rebasar la línea superior de la ventana, colocando entonces horizontalmente los trozos de barra de hierro a la distancia requerida para formar la parrilla donde ardería el carbón, que solían ser los mismos trozos del viejo hornillo anterior, pues el hierro, por su duración, servía para varias veces. Después continuaba el relleno del total de las paredes hasta rebasar un poco la parte superior de la lata, cuya terminación hacía con amasijo de yeso puro, practicando de paso unas cuantas muescas en sentido radial sobre el yeso para permitir la ventilación del fuego entre la base de la olla y el fogón. El hornillo, ya terminado, se podía usar casi de inmediato gracias al rápido fraguado del yeso. El que aparece en las fotos se halla en El Molino, museo etnográfico de Cox, y se calcula que debió fabricarse hacia 1945. En el habla local se le llama hornilla.

            Pero hay una cuestión inseparable de este tipo de hornillos portátiles de carbón, cualesquiera que sean el tipo y materiales de fabricación, y es, respondiendo al título que encabeza el escrito, el uso que se les daba, cómo y para qué se usaban, y de qué manera se aprovechaban sus cualidades culinarias. Una de las principales ventajas, señalada al final, era que, contra lo que hoy constituye la rutina de programar una cocina moderna para que el fuego se apague o deje de funcionar a una hora determinada mientras el ama de casa esté ausente, nuestras abuelas tenían que usar de buen ingenio para lograr lo mismo con medios más precarios.

            El uso de estos hornillos era fundamentalmente para guisos de larga cocción, por lo que deben excluirse asados y frituras, pues este tipo de alimentos se cocinaban a fuego directo de leñas usando trébedes, o el mismo suelo de la cocina bajo la chimenea. La leña mayormente usada para cocciones de sartén o paella en los pueblos vegabajenses eran las agramizas de cáñamo, y en algunos casos serrín de madera y leñas de poda de pequeño diámetro de viñas y frutales, lo cual obligaba a estar pendiente de avivar el fuego mientras se cocinaba. Pero el hornillo de carbón permitía liberarse de esta obligación hasta el punto de que el ama de casa podía programar el sistema para varias horas, lo que le permitía ausentarse para realizar otras actividades fuera de casa, como ir a trabajar a la huerta o cualquier otra ocupación. Para ello calculaba la cantidad de carbón a consumir en relación con el contenido del puchero, y en algunos casos, para mayor seguridad de conservar el suficiente caldo y no se pegara el cocido, tapaba la olla con la tapadera invertida y llena de agua. De este modo provocaba la circulación y condensación del vapor del agua interior al contacto con la tapadera invertida mientras se evaporaba el agua exterior, alargando así el proceso de cocción, de manera que al regreso la comida estaba en su punto, pues aunque ya no quedaran brasas, el calor acumulado por el hornillo mantenía caliente el guiso para servir la mesa.