“LA CAZA CON ESCOPETAS ANTIGUAS”

Rafael Moñino Pérez

Escopeta RMB

MIÉRCOLES 24-05-2017

Si empiezo esto diciendo que soy cazador, seguro que seré objeto de la feroz enemiga de alguno de los más acérrimos animalistas que están a la que salta (¡ojo!, que estar a la que salta es expresión de origen venatorio) para desearme por lo menos la muerte como a los toreros y los aspirantes a serlo, aunque sean niños enfermos –las noticias de estos tristes casos son muy recientes para ser olvidadas-. Pero resulta que lo soy, y que gracias a la ineludible y obligatoria dedicación a la caza de nuestros paleoancestros, prestos a comerse cualquier bicho que se dejara atrapar, aquí estoy yo para contarlo y agradecérselo; y ellos, los animalistas, para vituperarme y, si son consecuentes, renegar de sus antepasados, aunque no tan lejanos como parece pues hasta hace poco, en las zonas rurales del interior peninsular, cuando las parcelas de cultivo estaban tan distantes del pueblo como dos o tres horas en carro, la gente -entre los que seguramente habrá alguno de sus bisabuelos- se iba “de semana” al albergue del campo con la conveniente provisión de harina, aceite, vino, sal y poco más, pero sin olvidar los necesarios cepos y lazos, artilugios de trampeo que funcionaban las veinticuatro horas del día para proveer la mesa de carne mientras se ocupaban de las labores agrícolas. Y también, previamente a sus faenas, como de natural madrugaban con el Sol, si había humedad y la estación era propicia recolectaban unas cuantas docenas de caracoles –que también son animales y habrá que defender- para alegrar el puchero.

            Pero en esta ocasión no voy de polémicas, aunque haya dejado clara mi opinión poniendo algunas cosas en su sitio y solo me falte añadir que, en el fondo de la controversia, ellos salen ganando, porque yo no le deseo mal a nadie, y menos la muerte. Voy a hablar de lo que dice el título del principio, y más que de la caza, de las dificultades con que tenían que pechar nuestros abuelos de principios del siglo pasado y del anterior, si eran gente modesta, para poder cazar con armas de fuego.

            La invención del cartucho de fuego central que hoy usamos se remonta a mediados del siglo XIX, pero todavía bien entrado el siglo XX las escopetas de avancarga y percusión, llamadas coloquialmente “pistoneras” (los actuales arcabuces festeros pertenecen a esta categoría) convivieron en su uso con las primeras escopetas de fuego central, aunque los cazadores modestos seguían cazando con sus escopetas “de toda la vida” heredadas de sus padres pese a los defectos y limitaciones propias de estas armas, entre ellas el uso de pólvora negra, cuya humareda impedía ver si se había acertado el tiro hasta que se disipaba. Esta pólvora, pese a sus deficiencias, por lo que oí de niño a los que por edad podrían ser mis abuelos, era el mayor problema por su carestía, porque el resto de los elementos de carga, como los perdigones, eran fáciles de adquirir o de fabricar; los pistones, medianamente asequibles; y los tacos se hacían con esparto picado, papel o fieltro, pero la pólvora tenían que fabricársela ellos mismos en muchos casos a pesar de que su principal ingrediente, el nitrato potásico, podía salirles el kilo por el equivalente al de una jornada de peón -hacia los años 40 todavía costaba unas quince pesetas por kilo como abono; el sulfato amónico, diez; y una peonada en la huerta, treinta-. El resto de componentes, azufre y carbón, eran más fáciles de obtener, sobre todo el carbón, que se lo fabricaban los más mañosos en pequeñas cantidades con sarmientos de vid o pieles de naranjas, ambos muy convenientes por su porosidad. Seguramente, la calidad de la pólvora, donde la manipulación y detalles de fabricación influyen tanto o más que los ingredientes, no sería muy buena, pero les servía. Y si no encontraban nitrato, o les resultaba muy caro, recurrían a mezclas de clorato potásico y azúcar, explosivo más inestable y difícil de controlar porque los errores por exceso se podían pagar con reventones del cañón y la pérdida de algún dedo de las manos.

            Como anécdota, y a propósito de la convivencia entre elementos de distinta época, quiero citar uno de tantos disparates que nos ofrecen las películas del Oeste. En una escena de duelo a tres al final de una conocida película de esta clase, la cámara nos muestra en primeros planos con detalle y sin tapujos el equipo armamentístico de uno de los pistoleros: cinturón canana con cartuchos metálicos de fuego central y pistolera ocupada con revólver de percusión; naturalmente, una cosa no sirve para la otra, por lo que pienso que, o el responsable de utilería del rodaje era un inepto (cosa poco probable), o un tremendo bromista colando esos detalles bajo la vista gorda del director. Otra de las mentiras de este género es la alegría con que los vaqueros suelen disparar sus armas, porque los seis cartuchos del revólver podían ser el equivalente a lo que les pagaban en la época por una jornada de trabajo; y como todo en la vida, si la munición es cara se tiene cuidado en no malgastarla, como nuestros abuelos cazadores con sus escopetas, que procuraban disparar sobre seguro para que la pieza ingresara en el morral, y sobre todo porque eran escopetas de avancarga de un solo cañón (la inmensa mayoría) que les obligaba a perder varios minutos en la recarga. En las de fuego central era distinto, pues recargar el arma con cartuchos es fácil y rápido, pero tampoco había alegrías disparando: eran caros, y casi siempre se recargaban para abaratar costos. De esa época de convivencia entre modelos de avancarga y fuego central es la antigualla que ven en la foto, una paralela calibre 16 fabricada en 1910, con la que cazo actualmente por su seguridad de funcionamiento y poco peso. Siempre he cazado con escopetas de dos tiros, que son suficientes, pues si el lance no se resuelve con dos oportunidades, el tercer tiro no es bueno ni para el cazador ni para la pieza.

            Remontándonos un poco más atrás, durante la invasión napoleónica hubo que hacer en nuestro entorno un censo de las armas de cualquier clase con las que contaba el vecindario por si llegaba el ejército francés. En los pueblos de nuestra comarca se constituyeron juntas de defensa para informar al gobernador de Orihuela de los efectivos disponibles entre hombres y armas. La lista de artilugios enumerados en algún pueblo parece más propia de una ferretería que de una armería, pues la inmensa mayoría eran palas, chuzos, hachas y cuchillos, y en mucha menor cantidad algunas espadas y sables. Las armas de fuego, todas de chispa de pedernal, salvo algún par de pistolas y algunos cachorrillos (pistolas de bolsillo), eran escopetas, y obvio es decir que son armas versátiles, pues las escopetas, sean antiguas o modernas, lo mismo disparan perdigones que postas y balas, y su poder mortífero a corta distancia es más temible y efectivo que el de los fusiles, de cuya boca de fuego siempre se espera una bala, pero de la de una escopeta puede salir cualquier cosa, hasta un puñado de sal gorda que te deje ciego de por vida.

            Las antiguas escopetas de avancarga, ya fuesen de chispa o percusión, a diferencia de las actuales, eran muy parecidas en sus calibres. El diámetro del cañón rondaba los 16 milímetros, incluso si se trataba de arcabuces, y lo que distinguía un calibre de otro era el peso de la carga de perdigones que podía disparar, así que si eran armas de cañón reforzado se les asignaba un número mayor de calibre. La unidad de calibre era el adarme, antigua medida castellana de peso equivalente a 1’79 gramos. Así, la escopeta calibre catorce adarme (se nombraban en singular) podía disparar el equivalente a 25 gramos de perdigones, y la de dieciséis adarme, 28 gramos. Las penurias para los cazadores de la época napoleónica también eran, ¡cómo no!, relativas a la pólvora, pues por su mala calidad había que cargar la escopeta con el equivalente a la cuarta parte del peso de los perdigones, o sea, seis gramos para el calibre catorce adarme y siete para el dieciséis. De ahí el refrán que nos ha llegado hasta hoy: “Pólvora, poca, y plomo hasta la boca”. Para el disparo no había problemas económicos: un trozo de pedernal para producir la chispa y un poco de pólvora fina como cebo en la cazoleta. Otra cuestión es que saliera el tiro, pues los fallos de encendido antes de inventarse el fulminante eran frecuentes, y en días de lluvia había dos opciones: o proteger bien la cazoleta, o volver a casa con el morral vacío. En cuanto a los perdigones, eran un problema menor: el mercado los ofrecía a buen precio, y hasta se podían fabricar, como se ha dicho, en casa, pero la diversidad de tamaños era casi nula, pues todos eran semejantes a los del número cuatro actual, que pueden ir bien para liebres y piezas algo mayores, pero en la volatería, del volumen de perdices y palomas hacia abajo (tórtolas, codornices, zorzales, etc.) los clareos de la perdigonada de 25 gramos de perdigones gruesos, acentuada su dispersión por la forma totalmente cilíndrica del cañón, serían tales que habría muchos fallos aunque se apuntara bien. Otro defecto de las escopetas y resto de armas de chispa es la lentitud de salida del tiro, pues el martillo tiene que golpear el rastrillo que cierra la cazoleta, abrirla mientras se produce la chispa para encender el cebo de pólvora de la cazoleta, y el fuego de la cazoleta propagarse por el oído del cañón a la carga impulsora de los perdigones; había, en términos venatorios, que “correr bien la mano” siguiendo la pieza en su carrera o vuelo mientras sucedía todo esto para acertar con el tiro. Con las escopetas actuales se dispara mucho “a tenazón” o corriendo poco la mano porque el disparo con cartuchos se produce con mucha mayor rapidez.

            Y ahí -sin necesidad de remontarnos al Paleolítico-, en esos tiempos de vegetarianismo forzado por la escasez de proteínas de origen animal para tanta gente del pueblo llano, podríamos imaginar a algunos de los animalistas extremos de ahora esperando con ansiedad el regreso a casa del padre o del hermano cazador portando algo en el morral para echar a la olla.