rrrao

CONSUMIDORES DE INSECTOS

Advertencia previa: En el texto que sigue se trata un tema alimentario tradicional que abarca un periodo de milenios. Por su especial naturaleza, a las cosas se las llama por su nombre pese a la natural dulcificación del lenguaje. Si el lector se considera a sí mismo imaginariamente aprensivo, mejor que no siga leyendo.

El autor.

En cuestión de comer, cada cultura tiene sus preferencias en razón del conjunto de alimentos disponibles, y también sus prejuicios en relación a sus creencias, algunas de las cuales, la musulmana y la hebrea, por ejemplo, y también algunas sectas, prohíben ciertos productos en su dieta. Pero creencias aparte, la simple ley económica alimento/esfuerzo por conseguirlo, marca la pauta de lo que forma, o no, parte del menú en las diversas regiones del mundo: Si el alimento abunda, se come; y si escasea o su tamaño lo convierte en difícil de recolectar, no se come. Así sucede que en la zona mediterránea comemos caracoles por su abundancia y fácil recolección, pero no comemos insectos, al menos deliberadamente, salvo excepciones que diremos, pues, aunque abundantes en número, son pequeños. Los caracoles, por cierto, son motivo de asco en otras partes del globo, y los insectos y otros artrópodos terrestres tienen para nosotros análogos motivos de rechazo, pero en las zonas tropicales, donde además de abundar los artrópodos poseen mayor tamaño, son cazados y comidos habitualmente, como sucede con saltamontes, libélulas, termitas, hormigas y arañas gigantes. Un claro ejemplo son las llamadas hormigas culonas de países como Colombia, que traspasan sus fronteras vía Europa convenientemente tostadas y envasadas. Su aspecto, desprovistas de alas, cabeza y patas recuerda las semillas de cacahuete tostadas con sal, y son un buen aperitivo, o al menos a mí me lo parece. También he probado involuntariamente nuestras pequeñas hormigas comiendo higos de higuera repletos de ellas en horas de escasa luz, aunque he procurado escupir lo masticado con rapidez. Su sabor, probablemente por el ácido fórmico que contienen, resulta picante y desagradable al paladar.

Sin embargo, volviendo al título de este asunto hay que decir que los mediterráneos somos con ventaja los campeones mundiales en lo que a consumo de insectos se refiere, aunque actualmente, gracias a las nuevas tecnologías cada vez consumimos menos. En cuanto a especies, la palma se la llevan casi en exclusiva las larvas de la mosca Dacus oleae o mosca del olivo, la que desde hace milenios hemos consumido entera en su estuche vegetal, la aceituna de mesa, o bien, en mayor cantidad, con su grasa diluida en el aceite de oliva. Nos guste o no reconocerlo, las cosas han venido sucediendo así desde muy antiguo hasta que los avances tecnológicos acaecidos desde el último cuarto de siglo pasado (lucha eficaz contra la mosca, ausencia de fermentación de la aceituna en los trojes de las almazaras, sistemas de extracción continua previo lavado del fruto, separación de la aceituna del suelo, etc.) han mejorado la calidad del aceite y cambiado el panorama. Curiosamente, respecto de la mejora en la calidad y cualidades organolépticas del aceite, al principio no solía gustar el nuevo aceite al común del público consumidor por lo insípido, pues acostumbrado su paladar al fuerte sabor de la mezcla de aceite de oliva, grasa de larva de mosca y otros contaminantes, le resultaba extraño. Era de ver –o mejor no ver- el espectáculo en algunas almazaras, hasta mediado el siglo pasado, de los trojes llenos de oliva esperando turno de molienda fermentando semiputrefacta, donde hasta las larvas de mosca pretendían escapar. Naturalmente, el aceite resultante, lampante y de ínfima calidad, salía envasado en garrafas camino de la mesa de sus propietarios o del comercio alimentario.

La llamada aceituna de mesa, pese a su mejor selección tradicional tampoco escapaba del problema. En los años en que por la bonanza meteorológica el verano se alargaba más de lo usual era inevitable el agusanado de la oliva por la abundancia de generaciones de mosca. Parte de las larvas se eliminaban simplemente al sumergir las olivas en agua para provocar su salida y recogerlas superficialmente con un colador de malla, lo que tenía sus ventajas higiénicas para gente aprensiva, qué duda cabe, pero con el inconveniente desde el punto de vista alimenticio -dicho sea en tono jocoso- de la pérdida de proteínas, de las que los insectos tienen un contenido muy superior al de la carne o el pescado.

Volviendo al consumo de grasa de mosca del olivo, vía aceite del mismo, conviene conocer algunos datos históricos para valorar más justamente la cuestión. El olivo, de nombre científico Olea europaea, árbol mediterráneo por excelencia, debería llamarse en consecuencia Olea mediterránea, su lugar de origen. Durante milenios, desde el Neolítico acá, o quizá antes, los pueblos mediterráneos han aprovechado su fruto, su aceite y su madera (nuestros antepasados iberos, por ejemplo, usaban vigas de olivo en los techos de sus casas). El imperio romano, ávido saqueador de trigo, vino y aceite de sus territorios de conquista, tenía en Tarraco, la actual Tarragona, la capital de una de sus dos provincias hispanas, la Citerior. Tarragona es precisamente, por su clima, la zona preferida por la mosca del olivo en España, plaga que se considera endémica, a diferencia de otras zonas peninsulares donde su ataque es solo ocasional. Desde allí principalmente, y desde otros puertos mediterráneos partían hacia la urbi imperial las galeras romanas con su preciada carga. Las ánforas, ya de vino o de aceite, eran envases sin retorno, pues para abrirlas se les rompía el gollete de un golpe, y una vez vacías se amontonaban en escombreras que llegaban a formar elevaciones considerables. El llamado monte Testaccio (de tiestos) en Roma, de unos 50 metros de altura, se creó, según cálculos, con unos 26 millones de ánforas rotas, en su mayor parte de aceite, y también de origen mayoritariamente hispano. Tratar de averiguar las toneladas de moscas consumidas por esta vía es imposible, aunque imaginárselo cualquiera puede, pero podemos tener la certeza de que, bajo el Sol que nos alumbra, los habitantes de la zona mediterránea desde el Creciente Fértil hacia acá es la que mayor cantidad de insectos lleva consumidos a lo largo de la historia conocida, ya sea directamente con las olivas o a través del aceite, por lo que si es verdad el dicho que afirma que somos lo que comemos, en buena parte debemos ser lo que usted se puede imaginar: los auténticos señores de las moscas, parodiando el título de una novela de William Golding.

Pero no acaba aquí el asunto, no. Siempre hay quien riza el rizo, quien no está harto de moscas. ¿Han oído hablar del queso de gusanos? Pues no contentos con su parte en el consumo de moscas del olivo, los habitantes de la isla de Cerdeña se comen el llamado casu marzu (queso podrido, en dialecto sardo), infectado totalmente de larvas de la mosca Piophila casei, con cuyas aptitudes saltarinas -las larvas de moscas saltan ballesteando sus cuerpos- llegan hasta el rostro y ojos de sus devoradores humanos entusiasmados con el delicatessen de la crema formada por el queso, los excrementos de las larvas y las larvas en su propia salsa. Hay estómagos para todo.

A propósito de quesos, a algún indocumentado he oído incluir nuestro queso de Cabrales entre los de gusanos. No es cierto ni de lejos. El de Cabrales fermenta con un hongo del género Penicilium, el mismo precisamente que da el olor característico a nuestros pies y calcetines, y pariente del que obtuvo la penicilina el Dr. Fleming. Este queso pertenece al grupo de los azules, como el roquefort y otros, de olor y sabor más fuerte, pero sin moscas.

Rafael Moñino Pérez

(Agente de Extensión Agraria jubilado)