“LA BIBLIA CON HUMOR: JUDIT”. Escrito por El Cojense
“LA BIBLIA CON HUMOR: JUDIT”
El Cojense
LUNES 13-12-2021
Judit es el nombre de una heroína hebrea cuya hazaña relata un librito del mismo nombre en el Antiguo Testamento. Se la sitúa en Betulia, ciudad que no se sabe exactamente dónde estaba, pero da igual. Era viuda, estado civil que, según un viejo amigo, representa el estado perfecto de la mujer, puesto que ya lo ha conocido todo. Este amigo, por cierto, estimo que quiso dar ejemplo –loado sea- dejando viuda a su mujer durante bastantes años, pues se murió oportunamente.
Acaeció que un rey asirio llamado Nabucodonosor (Nabucodonosor II, creo -no me hagan mucho caso, que estoy flojo en historia antigua-, Nabuco para los amigos, Verdi entre ellos, pues bautizó con su nombre una ópera), se vio con tal poderío y arrestos que decidió autoproclamarse dios en la tierra –en el Olimpo, según los griegos, ya no cabían más- apoyándose, eso sí, en un ejército de ciento veinte mil infantes, diez mil arqueros a caballo y no sé cuántos carros.
Los habitantes de las naciones vecinas –no me pidan la lista, que es larga- se rieron en principio de tales ínfulas de grandeza divina, pero cuando Nabuco se dio un garbeo por estos países matando y esclavizando gentes, destruyendo pueblos, templos, y sobre todo sus ídolos para que le adoraran solo a él, la gente cambió enseguida de parecer y hasta pensaron erigirle altares, pues fue tal la escabechina que armó y el botín que logró, que a su regreso a Nínive lo celebró con sus huestes banqueteando nada menos que durante cuatro largos meses (no hay datos del aumento del colesterol en Nabuco y sus tropas, pero se supone).
Más hubo un pueblo, el hebreo, que siguió diciendo que nones, pues ellos, antes que Nabucodonosor naciera ya tenían su propio y particular Dios, con su templo, sus leyes, sus promesas y hasta sus profetas, por lo que a sus manías deísticas, ni caso. Este pueblo, además, en lo religioso tenía una rareza que lo diferenciaba del resto de pueblos conocidos, pues en vez de tener varios dioses solo adoraba a uno, proclamando encima que era el único y que los demás dioses eran todos falsos, incluido Nabucodonosor. Naturalmente, esto enfureció más si cabe a Nabuco, y les mandó su potente ejército poniéndole al frente su mejor general, un tal Holofernes, para meterlo en cintura y hacerle pagar su desacato y bravatas.
Este Holofernes, cuyo nombre se representaba curiosamente en el latín de los textos medievales como enerva vitulum saginatum, y que en español se traduce como el que debilita la ternera cebada, era, además de armas tomar –como corresponde-, un tío de mucho cuidado que no se dedicaba, tal su nombre sugiere, a cosas tan fútiles como enervar terneras lustrosas, sino a destrozar y avasallar todo lo que se le pusiera por delante con tal de cumplir los deseos divinoterrenales que su rey tenía de recibir formalmente adoración pública y, si cabe, particularmente piadosa, para lo cual, acompañado de su numeroso, bien alimentado y descansado ejército, y de muchos entusiastas oportunistas que se agregaron esperando sustancioso botín, partió de Nínive y empezó su campaña poniendo sitio a Betulia para rendirla por hambre y sed, histórico y barato sistema de conquistar ciudades, y tan eficaz en este caso que en poco más de un mes ya estaban sus dirigentes locales casi dispuestos a abrir las puertas a Holofernes y pasar del estado de hombres libres hambrientos al de esclavos alimentados, aunque con el consabido inconveniente para el vecindario de sufrir saqueos, asesinatos y violaciones a cargo de las tropas invasoras; ya se sabe: la sed y el hambre, malas consejeras.
Pero, previamente al sitio de Betulia, sucedió que durante una reunión del estado mayor en la tienda del general, un tal Aquior, amonita por más señas, se atrevió a decirle a Holofernes que ojo con tocar a los judíos sin averiguar previamente cómo iban las relaciones de éstos con su Dios, porque si en la actualidad le eran infieles, la cosa estaba clara, pero si se portaban como fervientes cumplidores de sus leyes y preceptos, haría el ridículo, pese a su ejército, en el intento de tomar Betulia y el resto de su país. Aquior, incluso alargó su alocución haciéndole a Holofernes un resumen de la historia que él sabía del pueblo judío, incluyendo las plagas con las que castigó su Dios a los egipcios y el ahogamiento de su ejército en el mar Rojo, prodigios duros de entrar en la mollera de los presentes, pero fáciles de hacer para el Dios de los judíos si el pueblo le era fiel. Oído esto, el resto de la oficialidad pidió a Holofernes permiso para descuartizar a Aquior, pero el general prefirió retrasar el despiece hasta después de conquistar Betulia, y dijo que el castigo sería mayor si Aquior veía antes con sus propios ojos su error al menospreciar al dios Nabuco y a su ejército frente al de los judíos, y por ello mandó que lo llevaran a la ciudad para que lo viera desde dentro y, de paso, compartiera las hambrunas y sedías que esperaban a sus moradores durante el asedio hasta que se rindieran sin disparar una flecha asiria. Así pues, mientras el amonita era llevado hasta la ciudad para contarle el caso a los judíos, Holofernes mandaba a sus huestes rodear la ciudad y cortar el suministro de agua y comida, en tanto que él se tumbaba a la bartola en su lecho, bajo un dosel tejido de púrpura y oro y cuajado de esmeraldas y otras piedras preciosas, una fruslería, digamos, ya saben ustedes lo del carácter y el gusto oriental y cómo se lo montan algunos cuando hay posibles (bueno, yo haría lo mismo si pudiera, a lo mejor es envidia).
Pero no contaban con Judit, viuda como se ha dicho, joven, bella de formas y de muy agraciada presencia, de buen pasar, más bien rica –tenía casa, propiedades agrícolas, sirvientes, esclavos…-, que aunque vivía de modo sencillo y modesto por su habitual forma de ser, también era de armas tomar (armas de mujer, claro, ya verán), por lo que se dirigió airadamente a los ancianos y dirigentes políticos municipales –que ya habían decidido entregar la ciudad en un plazo de cinco días más de hambruna si no ocurría un milagro- y les echó en cara su cobardía y falta de fe, diciéndoles además algunas cosas en arameo –su idioma- que por decencia no voy a traducir, pero ya se imaginan, y les pidió ese plazo de cinco días para ejecutar un plan que tenía pensado para salvar la ciudad, transcurrido el cual, si fallaba, podrían hacer con sus vidas lo que les viniera en gana, pues ella no estaría para verlo. A los mandamases locales les pareció bien, pues no se alteraban sus planes ni perdían nada que pudiera perderse, así que se encogieron de hombros y le dieron carta blanca para obrar a su antojo.
Como inciso, hay que decir que Judit, pese a que el desconocido autor de su historia pone en boca de los políticos locales palabras que le atribuyen inteligencia y buen corazón, no era más que una mujer, y -esto va en serio- las mujeres, en las diversas culturas orientales de la época en que se supone vivió nuestra heroína, pintaban muy poco; pero hoy, veintisiete siglos después, desgraciadamente siguen pintando lo mismo, como a diario nos muestran el burka y otras tapaduras con que las “adornan” sus amos.
Volviendo al relato, Judit fue a lo suyo. Se quitó el sayal con el que humildemente vestía a diario pese a su fortuna, se bañó y emperejiló con sus mejores galas, calzó lujosas sandalias, se puso los brazaletes, ajorcas, anillos, aretes y todas sus joyas, sus caros ungüentos y perfumes, y remató el conjunto en su cabeza con una mitra que quitaba el hipo. Luego preparó una alforja con una bota de vino, un frasco de aceite y sencillas vituallas acordes con ley mosaica, lo cargó todo a la espalda de una esclava y se dirigió a la puerta de salida de la ciudad, donde la esperaban el mandamás supremo, un tal Ocías, y dos ancianos del consistorio, los cuales, al verla y notar su rostro mudado y sus ricos vestidos, quedaron sobremanera maravillados de su belleza, jurando por lo bajini –también en arameo- que se habían quedado cortos cuando en la asamblea donde autorizaron su salida alabaron y ponderaron solo su inteligencia y buen corazón, porque, evidentemente, veían más cosas que alabar y ponderar, pero callaron, le abrieron la puerta y le desearon suerte.
Ya en campo abierto y en dirección al campamento asirio, Judit y su esclava fueron vistas y detenidas por las avanzadillas de las tropas que cercaban la ciudad, cuyo jefe, al decirle Judit que huía de la ciudad hebrea para entregarse a Holofernes, no dudó un momento en enviarle a su general tal bombón de mujer, envío que –pensó- podría merecerle algún premio o un ascenso en la milicia, pero no se la mandó con cualquier ordenanza sino con una escolta de cien hombres (a tal bombón, tal honor, refrán que acabo de inventar).
Cuando Judit llegó a la tienda de Holofernes, éste hallábase –¡cómo no!- descansando en su lecho, bajo un dosel tejido de púrpura y oro y cuajado de esmeraldas y otras piedras preciosas. El tipo, por lo que se ve, descansaba sin descanso, aunque el texto bíblico no dice a qué se dedicaba para cansarse tanto, piensen ustedes lo que quieran, pero en materia militar, el general es, generalmente, el que menos trabaja físicamente, pues para eso tiene gente a sus órdenes. Pero Holofernes, cuando le anunciaron la llegada de la dama, tuvo un gesto caballeresco, pues se levantó del lecho y salió de su cámara para recibir a la señora hebrea que le enviaban. (Hago otro inciso, perdonen, porque Holofernes, al verla, se adelantó con sus palabras a las que Don Pedro Muñoz Seca pone en boca del rey Alfonso Siete en “La venganza de Don Mendo” cuando vio a Magdalena, pero cambiando en el juramento el nombre de la divinidad -por lo que se resiente la rima-, pues exclamó al conocella: ¡Por Nabuco, que en mi vida logré ver una tan linda mujer como la que agora he visto! O sea, que Holofernes, recibiendo eso que llaman flechazo de Cupido, quedó tan impresionado que hubiera admitido hasta lo de que un cielo en un infierno cabe, que dijo Lope de Vega). Judit, que esperaba esta reacción (era lista, ¿eh?), aprovechó el momento para decirle, empezando por la alabanza de su inteligencia, su poderío, sus dotes militares y su pericia guerrera, que se había escapado de Betulia porque los betulianos habían pecado contra su Dios, y que éste le había revelado que debía entregarse a Holofernes, y que a través de ella le sería dada al general, no solo la ciudad sino toda Judea, incluida Jerusalén, donde también habían pecado, etcétera, etcétera y bla, bla, bla, y que todo esto sucedería en brevísimos días, antes incluso que se le acabaran las escasas provisiones permitidas por su religión contenidas en la alforja que portaba su esclava a cuestas, pero que mientras tanto debía salir por las noches fuera del campamento a orar y bañarse en una fuente. Judit, como es evidente, mintió como una bellaca para engañarle –el fin, justifica los medios, debió pensar-, pero la mente de Holofernes no debía estar para entrever añagazas en las devociones religiosas nocturnas de la hebrea, sino más bien obnubilada contemplándola y calculando el momento en que podría refocilarse con ella, algo que daba por seguro, así que mandó que la instalaran con todo lujo de comodidades y le permitieran salir sin estorbos con su esclava por las noches.
Tres días estuvo Judit entretenida con las salidas oratiobañísticas nocturnas y reclusión durante el día en la tienda, pasados los cuales, Holofernes decidió llegado su momento para después de cenar, por lo que mandó preparar un banquete sólo a sus servidores sin invitar a ninguno de sus oficiales. Mandó al jefe de los eunucos decir a Judit y su esclava que dejaran de comer panes de higo y fueran a cenar con él buenos manjares y beber buen vino, y lo que caiga, al mejor estilo asirio como en los palacios de Nabucodonosor, a lo que Judit respondió estar encantada con la invitación. Se puso sus mejores galas y acudió a la cena. Los ojos le hicieron chiribitas a Holofernes al contemplarla de nuevo, y ante la idea de lo que ocurriría después de los postres, bebió tanto vino cuanto jamás lo había bebido desde el día que nació, lo cual, consecuentemente, fue su ruina, pues la explosiva mezcla de vino y mujeres como perdición de los hombres siempre fue cantada por los poetas. Holofernes ya debía saber por entonces lo que cantarían nuestros contemporáneos Manolo Escobar con su viva el vino y las mujeres y lo de voy a perder la cabeza por tu amor de El Puma y Julio Iglesias, pero en la metáfora de perder la cabeza se equivocó porque se hizo realidad, ya que, cuando los invitados se fueron y quedaron solos, mientras el asirio roncaba tumbado su melopea, Judit cogió su espada y se la rebanó. Llamó luego a la esclava, metieron la cabeza en la alforja y salieron de noche como acostumbraban, pero esta vez hacia la ciudad con su trofeo, por lo que sus paisanos se pusieron la mar de contentos y la llenaron de agasajos y parabienes.
Judit, que vivió hasta los ciento cinco años, permaneció viuda el resto de sus días, pues debió darse buena cuenta, como decía mi amigo (que en paz descanse), de su estado perfecto. Antes de morir repartió sus bienes y dio la libertad a su esclava; decisión loable, pero con los años que ya debía contar sirviendo a su ama, suponemos que no debió trotar demasiado su recién estrenada libertad.
El Cojense