EL REGRESO

Rafael Moñino Pérez

JUEVES 24-01-2019

El viejo tenía una mirada indefinida, entre condescendiente e inquisitiva, a intervalos penetrante, aunque más bien creo que me miraba como a un bicho raro. Le llamaré viejo para referirme a él, aunque tampoco estaba realmente muy seguro de que lo fuera. Sus facciones enjutas y lampiñas no me permitían hacerme una idea clara de su edad. Su cabeza, cubierta por una especie de raro bonete, parecía totalmente calva, aunque lo mismo podía deberse a un estado de calvicie propio de la edad avanzada que a la circunstancia aparente de no haber tenido pelo nunca. De su faz cobriza destacaban sus pequeños ojos, que o eran verdes o lo parecían al reflejo luminoso del contorno, y sus ropas parecían sacadas de una estampa renacentista. No era, pues, un tipo de los que, salvo en carnaval, te sueles tropezar por la calle sin llamar la atención.

En cuanto al lugar, tampoco era normal, ni familiar por lo habitualmente conocido a lo largo de los años. Ni frío ni caluroso, el entorno parecía rural, aunque también podía ser un jardín exótico, pues no era capaz de reconocer la vegetación. Pese a mi afición a las plantas, aquella floresta de tamaño entre matorral y arbustiva me resultaba extraña; si acaso, algunos ejemplares insinuaban levemente una aparente hibridación entre helechos arborescentes y cicadáceas, algo inadmisible en términos biológicos. No sentía el viento, ni oía cantos de pájaros ni otros sonidos que denunciaran la presencia de animales, pero la disposición alineada de lo que parecían árboles frutales de vegetación rala denotaba la intervención de alguien que los hubiera dispuesto así, aunque no dejaron de extrañarme detalles de bulto como la ausencia de muñones por efecto de la poda, la total carencia de plantas herbáceas silvestres en una tierra al parecer fértil, la falta de vías de comunicación y de huellas de vehículos, y, sobre todo, la luz difusa, tenue, sin sombras, uniforme en cualquier rincón y sin ninguna fuente visible de procedencia. Evidentemente aquello era un escenario aparentemente bien preparado como si fuera un cuadro impresionista al fondo de una sala, pero escenario al fin y al cabo, pues fácilmente se echaban de ver desequilibrios con lo que a primera vista se puede observar en la naturaleza. Me hallaba, pues, fuera de cualquier lugar conocido, carente de lógica, y aquello, naturalmente, además de preocuparme despertó mi inquietud, me puso en guardia, e imaginé el temor y el desconcierto que puede experimentar un pez sacado violentamente de su medio natural. A esta confusión se añadía el hecho físico de mi torpeza y lentitud de movimientos, como si mi cuerpo hubiera sido lastrado con un peso o trasladado a otro planeta cuya gravedad superara con creces la normal en el globo terrestre.

El viejo debió darse cuenta del hilo de mis pensamientos, pero no dijo nada; se limitó a escrutarme en silencio con inquisitiva mirada. Más tarde, a medida que hablaba, comprendí que su mutismo inicial se debió al detenido estudio que hizo de mi persona, como si realizara una radiografía de mi cerebro. Tentado y a punto estuve de preguntarle quién era y dónde estábamos, pero un cierto temor me lo impidió. Mi estancia en tan insólito lugar me parecía tan misteriosa y fuera de lo común que el miedo se mostró más fuerte que mi curiosidad. El viejo lo comprendió -parecía comprenderlo todo-. Me tranquilizó con la mirada -¡otra vez la mirada!- como si tuviera el poder de hablar a través de ella, pero debió pensar que para mí, hombre dado a la claridad del lenguaje hablado y escrito, podía ser contraproducente. Entonces dio un leve suspiro y me habló suave y pausadamente.

-Sé lo extraños que le resultamos yo, mis ropas y el paisaje que nos rodea, pero no debe hacer mucho caso ni sentir temor. En cierto modo todo ello no pasa de ser un decorado, aunque usted ya lo ha descubierto, pero prefiero que siga así porque si le mostrara la verdadera naturaleza del lugar en que nos encontramos su confusión sería total. ¡Ah, ya!, le gustaría saber al menos el nombre. Habrá notado que veo el curso de sus pensamientos; perdone: trataré de no hacerlo para no aumentar su ofuscación y le escucharé a través de la palabra. Empezaré por decirle que este lugar podría ser cualquiera de los habituales entre los posibles de la dimensión en que nos hallamos, y el nombre sería lo de menos para una persona con su esquema mental, así que, como he de moverme forzosamente a un nivel de conocimientos inteligibles para usted, digamos, aunque le extrañe, que nos encontramos en Ninguna o en Cualquier Parte.

Las palabras finales del viejo dejaron entrever una dosis de ironía que percibí claramente a pesar de la confusión reinante en mi cabeza. Me sentí ofendido. Poseía una mediana cultura general, fruto de mis estudios y, aunque no podía considerárseme un científico, tampoco era un paleto en conocimientos. Esta vez el viejo no dio muestras de darse cuenta de mi estado interior; se limitó a invitarme, con la mirada -¡siempre la mirada!-, a hablar. Un ramalazo de soberbia me sacudió, y le respondí:

-Lo que usted dice carece de sentido. Todos los lugares tienen, o se les puede dar, un nombre o una definición. ¿Me cree incapaz de asimilarlo? ¿Qué son esos conceptos tan abstractos que responden a calificativos como Ninguna o Cualquier Parte?

-Es largo de explicar –contestó el viejo-, y ya he dicho que difícil de comprender para usted, y tampoco tenemos mucho tiempo, o usted al menos, porque tiene que regresar pronto, pero trataré de satisfacer hasta donde sea posible su curiosidad. Para empezar, contestaré a su pregunta con esta otra: ¿Qué idea tiene usted de la materia y del mundo que le és conocido?

La pregunta del viejo me cogió desprevenido. No esperaba preguntas, sino respuestas, pero por fortuna yo había sido un alumno aventajado en ciencias y recordaba bastantes cuestiones básicas que luego completé con la lectura de revistas y libros sobre variados temas y con la asistencia a conferencias científicas de diversas disciplinas. Le demostraría al viejo que se equivocaba conmigo. Atropelladamente hice un resumen casi telegráfico de mis conocimientos sobre temas como electricidad, átomos, moléculas, estados físicos de la materia, astronomía, matemáticas,… A medida que desgranaba mi saber acompañaba mi discurso con ademanes teatrales de suficiencia. Fuera quien fuera mi interlocutor y el lugar en que estuviéramos, sabría que se había equivocado al tomar la medida de mi talla intelectual. Claro que, en el fondo, también pensaba si esta actitud mía no sería otra cosa que el producto del miedo a todo lo desconocido que me rodeaba, pero preferí disimular, dar un salto adelante y defenderme atacando con las mejores armas dialécticas posibles dentro de aquella especial situación llena de interrogantes en la que me debatía.

Cuando hube terminado, el viejo quedó pensativo unos segundos mientras yo saboreaba la aparente victoria de este, digamos, primer asalto. Como solía, me estudió nuevamente con la mirada y, por fin, adoptando cierto aire de cansancio, volvió a tomar la palabra con el mismo tono reposado y monocorde del principio.

-Siempre lo mismo. A lo largo de su historia, la Humanidad, pese a los cuatro largos millones de años que lleva evolucionando sobre el planeta Tierra ha variado bien poco de actitud. Siempre guerreando y matándose absurdamente entre sí, ha ido cambiando de cultura y medios de vida a medida que progresaba en conocimientos y utillaje, dedicándose en los últimos siglos a modificar su entorno físico de forma bastante irracional y agresiva sin abandonar nunca cierto grado de cerrilismo y prepotencia. Me alegra, como estoy viendo, que posea usted al menos un nivel mediano de instrucción, aunque algo insuficiente, para que entienda algunas cosas que voy a decirle y que le será dado recordar cuando regrese, advirtiéndole que este privilegio le ha sido concedido a solo unos pocos miembros de su especie, así que puede considerar esto en cierto modo como un premio, si bien, particularmente, pienso que inmerecido.

Ustedes, los hombres, se llaman a sí mismos los reyes de la Creación, y de alguna manera lo son, dado que la evolución les ha proporcionado un grado de desarrollo mental que les permite hacerse preguntas tan fundamentales como quiénes son, de dónde vienen y a dónde van, pero piense que, sin hacerse preguntas, también reinan algunos insectos, al parecer privilegiados, en sus respectivas sociedades cuyo número de individuos es abrumador; todo depende de la posición del observador. Otro tanto sucede con la teoría atómica que ha expuesto hasta donde llegan sus escasos conocimientos de física espacial y nuclear, y de este tema precisamente voy a descubrirle una realidad tan desconocida como insospechada para usted: La similitud existente entre el núcleo atómico y los electrones -incluyendo multitud de partículas subatómicas diferentes que usted desconoce-, y entre el Sol y los planetas, no es más que un indicio de lo que hay fuera del campo de observación humana, pues esta estructura se repite, digamos que se prolonga, hacia arriba y hacia abajo hasta lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Miremos, pues, hacia arriba primero: El sistema solar no es más que un vulgar átomo perteneciente a un nucleótido de una cadena de ácido desoxirribonucleico, a una de cuyas espirales llaman ustedes Vía Láctea. Esta galaxia, a la que pertenecen el Sol y millones de átomos más, llamados estrellas por los humanos, junto con los centenares de millones de galaxias conocidas y desconocidas por ustedes, no son otra cosa que parte de la estructura molecular de los compuestos químicos más cercanos que nos rodean, y lo que ustedes los humanos llaman Universo tampoco pasa de ser una vulgar célula somática de un individuo a inmensa mayor escala, pero de parecidas características biológicas a las de usted mismo excepto en su aspecto y forma.

En su exposición ha dicho usted que del análisis espectral de la luz que les llega del espacio exterior se deduce que el Universo se halla en expansión. Suponen bien. En este momento, y llamo momento a lo que para los humanos supondría una inmensidad en el tiempo, la célula se está dividiendo en dos células hijas, pues ya se ha realizado la copia molecular de los ácidos nucleicos que forman la estructura de los cromosomas y la célula se halla ahora en estado de anafase, pronta a entrar en el estado de telofase y acabar la mitosis. Bueno, lo de “pronta”, y como le he apuntado antes, le aclararé que, como tantas cosas, es relativo, y depende de las magnitudes en que nos movamos: A escala humana, el proceso de división celular es cuestión de minutos; en el ámbito cósmico del universo que le es propio -y que es uno de tantos, no lo olvide-, pueden ser miles de millones de años, aunque en realidad sean equivalentes. Ustedes utilizan como medida de grandes distancias la velocidad de la luz, o año-luz, u otras algo mayores como el pársec, pero si conocieran el tamaño real de la célula que habitan comprobarían que tales magnitudes no pasan de ser medidas para andar por casa, pues también le digo, respecto del uso de la velocidad de la luz para medir distancias, que tampoco es muy fiable puesto que la luz no puede viajar en línea recta en un espacio curvo. Esta, digamos, pobre y escasa luz que ven a través de la pequeña rendija que supone la región visible que va desde la longitud de onda del rojo a la del violeta en el inmenso espectro electromagnético, ya sabe usted que se curva al pasar cerca de cualquier objeto masivo cuya desviación solo pueden medir sus instrumentos cuando el cuerpo celeste es del tamaño de una estrella o un planeta de grandes dimensiones, y como el universo en el que usted vive, y que imagina más que conoce, es de naturaleza curva, lo que ustedes llaman línea recta solo existe en su imaginación y en la utilidad práctica que tiene para moverse en su ámbito doméstico, así que lo que ustedes consideran un axioma diciendo que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta no pasa de ser un vulgar aforismo convencional, pues solo les sirve este concepto para su práctica diaria aplicada a medidas terrestres, ya que cuando mandan al espacio exterior alguno de sus artilugios exploratorios lo tienen que guiar zigzagueando de un lado para otro para aprovechar el impulso de la fuerzas gravitatorias de los cuerpos celestes más próximos. Estas fuerzas, que usted dice conocer pero, pero de las que solo tiene una ligera idea, influencian y condicionan a su vez el espacio-tiempo a su alrededor en compartimentos estancos, y de ahí que los relojes que ustedes usan para medir el tiempo solo les sirvan a nivel local. Resumiré lo dicho con una expresión vulgar muy popular entre los humanos: ustedes ven el mundo por un agujero, y los agujeros, por definición y naturaleza, dejan ver bien poco, y menos si son pequeños como este.

Ahora, echemos una mirada hacia abajo. Piense detenidamente en el planeta Tierra reducido al tamaño de lo que usted conoce como un electrón girando alrededor del núcleo atómico que llamamos Sol. Imagine además que el Sol fuese el núcleo del único átomo de hierro existente en una de las cuatro porfirinas que forman la molécula del pigmento que da el color rojo a la sangre humana. En la misma molécula estaría acompañado por otros tres átomos más de hierro, doce de azufre, quinientos cuarenta de nitrógeno, ochocientos setenta y dos de oxígeno, tres mil treinta y dos de  carbono y cuatro mil ochocientos doce de hidrógeno, o sea, nueve mil doscientos setenta y dos átomos en total. Hasta ahora no hemos salido de una molécula proteica llamada hemoglobina, semejante a una pequeñísima galaxia de solo nueve mil doscientas setenta y dos estrellas, pero piense que en una sola célula humana hay más de cinco mil compuestos químicos diferentes, sin contar el número de repeticiones de cualquiera de ellos, por lo que a los habitantes del supuesto electrón Tierra, el pretender viajar a cualquier galaxia cercana, que podría ser otra proteína, un lípido o un glúcido, les parecería una distancia tan monstruosa como a usted le parece un viaje intergaláctico aun suponiendo que lo hiciera a velocidades superiores a la de la luz en el vacío, velocidad imposible de alcanzar para cualquier objeto como usted mismo ha señalado en su exposición, aunque algunos científicos humanos tuvieron no hace mucho este asunto como tema de discusión e investigación diciendo haberla superado con sus mediciones de la velocidad de los neutrinos en sus ciclotrones o aceleradores de partículas subatómicas, lo cual abriría, según ellos, la puerta de regreso al pasado; absurda ilusión, dicho sea de paso, pues midieron mal, y allá ellos con su error. La curiosidad, propia del ser humano, pero no exclusiva porque la comparte con otros seres menos desarrollados en la escala evolutiva, no es mala, pero nadie -volviendo a usar otro de sus refranes- se baña dos veces en un río con la misma agua; así ocurre con el espacio y el tiempo: dos factores o caras de una misma moneda, de creación simultánea y en un solo sentido, pero relacionados con un tercer factor, la velocidad, de cuya magnitud al desplazarse por el primero depende la alteración del segundo con respecto al sujeto que se desplaza, como pudieron comprobar ustedes cuando enviaron al espacio exterior un rudimentario, aunque útil en este caso, reloj atómico gemelo de otro que quedó en tierra y vieron que el que viajó al espacio se había retrasado respecto al terrestre.

Llegados a este punto, y esto será comprensible para usted, mire por dónde se da la paradoja de que los humanos se introducen diariamente en el pasado y pueden vivirlo como espectadores, no como protagonistas, pues la luz e imagen que nos envía cada estrella o galaxia lejana nos dice cómo era ese compuesto físico-químico cuando hace miles o millones de años la luz partió de allí. La renovación de los compuestos químicos galáctico-celulares, a semejanza de lo que ocurre en el interior de las células humanas, es constante e independiente de la multiplicación celular -que se produce con intervalos mayores-, y sus materiales de desecho son reutilizados de modo parecido. A uno de esos fenómenos, muy espectacular para los astrónomos humanos, le llaman ustedes explosiones de supernovas, y saben que los residuos de esas explosiones, la mayoría en forma de polvo estelar a lo que llaman nebulosas, son transformables en nuevas estrellas y planetas. Sin explosiones y de modo natural a escala humana es, para que lo entienda, comparable a la degradación atómica de los elementos radiactivos que usted estudió en la escuela, que por emisión de radiaciones pierden masa y se degradan en isótopos y otros elementos más ligeros y estables, como sucede con el plomo, que es el resultado estable de la degradación de un elemento más pesado, el uranio 238, que después de pasar por numerosos estados transicionales entre los que están torio, radón y radio, desemboca en el plomo 206. Esta cualidad, recuerde, les sirve a ustedes para la datación temporal de materiales en varias ciencias aplicando la velocidad de degradación de los elementos radiactivos, lo que vulgarmente se conoce como periodo de la mitad del valor, o sea, el intervalo de tiempo en el que un elemento radiactivo se reduce a la mitad de su peso inicial por pérdida de masa. Como puede ver, algunas cosas son más sencillas de lo que en principio parecen. Sin embargo, esto tiene su lado oscuro, pues el descubrimiento de la degradación nuclear espontánea y natural les permitió a ustedes, los humanos, jugar como aprendices de brujos provocando artificialmente sus efectos a gran escala con la fabricación para uso bélico de artefactos de fisión y fusión rápida en forma de bombas nucleares, y a embarcarse en una carrera armamentística entre naciones pese a haber experimentado estas armas en una guerra y conociendo, por tanto, sus devastadores resultados destruyendo en cuestión de segundos dos poblaciones enteras y causando miles de muertes.

            El viejo guardó silencio al llegar a este punto. En ningún momento de su discurso alteró el mesurado tono de su voz, pero el cúmulo de encontrados pensamientos provocados en mi cerebro a medida que hablaba me hizo el efecto de quien trata de seguir un trabalenguas y no lo consigue. Las preguntas se agolpaban en mi mente. Por fin, tras una larga pausa, dije con voz insegura:

-Comprendo esa parte de su discurso. Es terrible lo que los humanos hacemos con la aplicación bélica de la energía nuclear sin valorar seriamente el peligro para la propia existencia del género humano. También es asimilable lo de que el tiempo se ralentiza a medida que aumenta la velocidad de un objeto en el espacio, y el ejemplo de la degradación y transformación de los elementos terrestres para explicar lo que ocurre con los galácticos puede ser válido aunque imperfecto. Pero reducir, como dijo antes, la Tierra al estado de un electrón es más duro de entender, pues sabemos que los electrones son partículas de masa y energía claramente definidas, y la Tierra es un mosaico de sustancias con más de cien elementos químicos diferentes, aparte de que los planetas no son iguales en tamaño dentro del sistema solar, y además tienen satélites. ¿Cómo se compagina todo esto con la uniformidad de los electrones aunque orbiten núcleos de átomos de distintos elementos y masas? ¿Y cómo se explica la presencia de agujeros negros engullendo todo lo que cae a su alcance, incluida la luz?

-Eso es lo que usted piensa, o cree por la deficiente instrucción recibida –respondió el viejo-, y hasta ahí llegan sus conocimientos, pero hágase a la idea de que la Tierra y el resto de planetas -satélites incluidos- que orbitan el Sol son electrones, todo lo complejos que le parezcan, pero lo son y cumplen su misión como tales a su escala correspondiente. El Universo es jerárquico: todo, desde lo más pequeño hasta lo más grande, gira alrededor de otro algo más grande y más masivo; y a partir de ahí, si seguimos descendiendo hacia otras dimensiones veremos que la pequeñez atribuida a los átomos es solo relativa y depende más bien de la posición del observador, como señaló oportunamente uno de ustedes llamado Einstein en su Teoría General de la Relatividad, donde, aunque la realidad física de los sucesos sea independiente del observador, la posición o punto de vista de éste es fundamental para el entendimiento de algunos de sus conceptos más simples por el común de las gentes. No debe olvidar nunca –prosiguió el viejo- que ustedes solo conocen poco más de docena y media de partículas subatómicas, entre las que está el electrón, que, además de girar sobre sí mismo como lo hace la Tierra, orbita el núcleo de su átomo a razón de billones de vueltas por segundo, aunque a escala diferente. Cada respuesta científica que obtienen del mundo que les rodea les viene acompañada de nuevos interrogantes a los que tienen que responder para seguir progresando, lo que demuestra que los humanos están todavía a un nivel bastante elemental de conocimientos, y particularmente usted, que pese a la pretendida ilustración exhibida en su discurso de grandilocuentes gestos y cierto grado de soberbia, con su actual nivel de instrucción y su mediano coeficiente intelectual no está en condiciones de asimilar mucho más allá de las nociones que le he transmitido, para lo cual he tenido que adaptarme a su limitada capacidad de comprensión evitando descender a explicaciones que no entendería. No tiene usted, ni el resto de humanos tampoco, la más remota idea material de cuánto de grande es lo más grande, ni cuánto de pequeño es lo más pequeño. Y en lo relativo a los agujeros negros que ha citado antes, son simplemente el sumidero por donde escapan hacia las vacuolas cósmicas los productos de desasimilación celular para su posterior reciclado, de manera semejante a como en el cuerpo humano pasan a la sangre venosa para su depuración en las vísceras encargadas de hacerlo. Y debo también recordarle, para rebajar su endiosamiento humano, que ese maravilloso sistema de copia de los ácidos nucleicos que descubrieron estudiando su genoma, y que les sirve para perpetuarse como especie, es el sistema común, excepto en amplitud, del que se sirven todas las especies de seres vivos existentes y que han existido, desde la más insignificante bacteria y pequeña brizna de hierba hasta el mayor de los vertebrados que pueblan o han poblado los continentes y mares del planeta Tierra; y que todos los elementos de los cuales se compone la materia, ustedes incluidos, se han generado en los hornos nucleares de los núcleos de los átomos a los que ustedes llaman estrellas o soles. No son ustedes más que polvo, aunque sea polvo de estrellas, algo que ya saben, pero que conviene les sea recordado de vez en cuando para que, en su engreimiento, no lo olviden.

Nos queda poco tiempo. El justo para hacerle otra revelación. Recuerde lo de que este universo se halla en expansión: Cuando acabe la división celular, y ambas células hijas se separen, aumentará a una velocidad exponencialmente mayor la distancia entre los compuestos que las integran, llamados galaxias por ustedes (y que ahora se hallan constreñidas por su proximidad), hasta que su brillo sea imperceptible en la lejanía y el estado general del espacio nocturno sea la oscuridad, atenuada solo por la luz de la propia galaxia a la que pertenece el átomo-estrella Sol. Esto se debe a que el organismo del que forman parte estas células es joven y, en consecuencia, está creciendo, y con él crecen a su vez el espacio y el tiempo, de lo que se deduce que espacio y tiempo son finitos, pero de finitud relativa porque aumentan a medida que el cuerpo al que corresponden se desarrolla. De esto se desprende, como usted mismo deducirá, un hecho, más bien una situación creacional constante, aunque sea difícil para su mentalidad y conocimientos imaginar un lugar finito, y en consecuencia cerrado, sin que haya espacio fuera, pero debe hacerse a la idea de esta verdad incontrovertible.

El tiempo se acaba. Usted regresará y podrá comunicar a sus semejantes lo que le he dicho, aunque muchos no le creerán. La mayoría no le entenderá; otros no querrán creerle porque les endiosa su propia arrogancia; y los pocos que lo hagan serán los escasos seres excepcionales que hacen bandera del trabajo, la humildad y otras virtudes para andar por la vida.

-¡Por favor –supliqué-, dígame al menos quién es, o al menos su nombre!

-Mi nombre no importa –dijo-. Solo soy un enviado, un simple mensajero. Séalo usted también. Adiós.

La siguiente pregunta que iba a hacerle, quién le había enviado a mí, no me fue posible pronunciarla, pues la figura del viejo se difuminó en un instante, al tiempo que se hacía la oscuridad más absoluta.

Este hecho aumentó más, si cabe, mi desconcierto. La atención puesta en las palabras del viejo y el esfuerzo por seguir el hilo de su discurso y su comprensión me habían distraído de otras consideraciones. Ahora me hallaba solo y a oscuras en un lugar tan desconocido como incomprensible, al que no sabía cómo había llegado y menos cómo salir. El viejo se había llevado la luz como si fuera de dominio propio, o acaso fuese él mismo la luz o emanara de su persona. En cualquier caso, la situación era inquietante, casi aterradora. Y no podía moverme. Intenté gritar y no oí mi voz. ¿También estaba mudo? Sí: Mudo, inmóvil y a oscuras.

Sentí verdadero miedo. De pequeño sufría terrores nocturnos, situación que tardé bastante en superar hasta llegar a la edad adulta. Tenía que dormir con la luz encendida. Una lámpara de bajo consumo que ponían mis padres me permitía reconocer mi cuarto si me despertaba, tranquilizarme y volver a coger el sueño. Y ahora estaba en la más negra oscuridad, en lugar desconocido, privado de recursos y devorado por el temor y la ansiedad.

Tras unos minutos de angustia, que me parecieron eternos, comencé a ver una serie de destellos como si fueran fuegos de artificio acompañados de figuras geométricas redondas y poligonales en una especie de calidoscopio de colores purísimos. Apreté los párpados con fuerza, pero las imágenes, en vez de cesar, aumentaban, por lo que supuse que era mi propio cerebro el artífice de todo ello. Junto con las luces percibía también un lejano rumor, como un sordo rugido intermitente y rítmico, asociado a golpes amortiguados de tono grave. Intenté abrir los ojos; no pude; los párpados me pesaban demasiado, como en una pesadilla. De pronto, el rumor acompasado se interrumpió y cesaron las luces relampagueantes, quedando patente solo la cadencia de golpes ahogados y graves. En ese momento recordé las facciones enjutas y lampiñas del viejo, pero la imagen se borró ante una idea terrible que  tomó cuerpo de pronto, y rápidamente me hice cargo de la situación comprendiendo la causa del cese del rumor intermitente y acompasado: mis pulmones se habían detenido en la fase de espiración, y solo percibía los latidos del corazón cada vez con mayor ritmo y fuerza. Me hallaba en apnea respiratoria. Angustiado, intenté respirar, pero fue inútil. Pensé en la solución mecánica de elevar con las manos la caja torácica o de empujar hacia abajo el vientre y mover el diafragma para forzar la entrada de un poco de aire, pero en vano: los músculos de los brazos tampoco obedecían. Estaba sin fuerzas y con los pulmones vacíos, faltos del vital oxígeno, y los segundos pasaban, y pasaban inexorables. ¡Respira!, ¡respira! –me dije-, ¡respira o morirás! Imposible. El corazón seguía su marcha a ritmo creciente, pero los pulmones se mantenían inactivos. Pronto el músculo cardiaco agotaría totalmente el oxígeno disponible en la sangre que lo regaba, se interrumpiría la combustión de azúcares y se detendría por falta de energía, produciéndose poco después irreparables daños en el cerebro, y después, la muerte. Los segundos transcurrían. Era el fin, tenía que resignarme y aceptar la fatalidad. Pero cuando mayores eran mi angustia y agonía noté un enorme rugido interior acompañado de un vendaval al tiempo que los pulmones se llenaban violentamente de aire, reanudándose la respiración esta vez a mayor ritmo y sin ruidos de fondo. Intenté de nuevo abrir los ojos. Los párpados me pesaban mucho pero lo conseguí al fin, y vi un techo blanco y liso con dos plafones iguales de luz tenue, por lo que deduje que estaba acostado boca arriba, pero sin poder moverme. Percibí la penumbra de una habitación. Giré los ojos y contemplé, a un metro escaso, dos rostros gemelos y sonrientes de mujer. Volví a recordar el momento anterior a la parada respiratoria.

Poco a poco seguía comprendiendo mi estado, y momentos después tomé conciencia real de lo ocurrido las últimas horas. Me hallaba sobre una cama de la sala de reanimación de un hospital en pleno periodo post-operatorio de una sigmoidectomía para extirpar un grueso pólipo intestinal detectado semanas atrás y con apariencias de canceroso. Balbucí algo, y la amable enfermera de rostros gemelos se apresuró a tranquilizarme. Los efectos narcotizantes de la imprescindible anestesia para la intervención quirúrgica con laparotomía a que me habían sometido estaban dando sus últimos coletazos, incluido el baile cerebral de luces, que no fueron otra cosa que vulgares fosfenos producidos por los incontrolados movimientos de mis globos oculares. La doble visión de la enfermera, y también de luces, mobiliario y aparatos, todavía persistía, pues no lograba superponer las imágenes de ambos ojos. El rumor intermitente y acompasado era consecuencia de mis propios ronquidos, acrecentados por un inoportuno resfriado que cogí los días previos a la operación, tal vez a causa del aire acondicionado del hospital, y la parada respiratoria fue fruto de la apnea que me aquejaba habitualmente durante el sueño, enfermedad que padecía (y padezco, aunque corregida hoy con respiración mecánica), pero que ignoraba por entonces. Lo que me parecieron rugido y vendaval fueron la consecuencia de un sonoro ronquido por la irrupción violenta de aire en los pulmones al reanudarse la respiración tras un estado de apnea de más de un minuto de duración.

Logré por fin la visión normal. Llegó alguien vestido de blanco. Reconocí en él a un médico que debió avisar la enfermera. Me dijo que me tranquilizara, que lo peor había pasado y mi recuperación sería total.

Así, pues, todo había sido un sueño influido por la anestesia preoperatoria. Volví a recordar una por una las palabras del viejo. Lo último que dijo antes de despedirse fue que ejerciera de mensajero. ¡Bah, un sueño! Pero tan real que…. ¿Me atreveré a seguir su consejo? ¿Valdrá la pena intentarlo? No me creerán, ya lo dijo él. Al fin y al cabo no fue más que un sueño. Si. Un sueño asociado a la narcosis anestésica, o provocado por ella, pero, ¿se trató de un sueño real, circunstancial como tantos otros, o fue inducido por él viejo mismo? ¿O tal vez por quien le envió, puesto que dejó bien claro que actuaba como simple mensajero? No estoy seguro; no puedo estarlo, aunque fue demasiado intenso, profundo y razonado, además de instructivo, para ser casual. Nunca tuve sueños parecidos en mi larga vida, si exceptúo uno siendo estudiante en el que se me reveló la solución de un problema matemático en cuya meditación me dormí, que tuve la suerte de despertarme y la pasé al papel antes de dormirme de nuevo. Fue una casualidad que no se ha repetido. No tuvo mayor trascendencia que la resolución de unas sencillas ecuaciones. Prefiero no pensar más en esto, aunque dudo lo consiga, dejar pasar el tiempo y tratar de recuperar  la salud.

Pero al menos, una cosa de las que afirmó el viejo y que recuerdo muy bien, se ha cumplido: Dijo que regresaría.

Y he regresado.