DE SUPERSTICIONES Y RUTINAS OCULTAS

Rafael Moñino Pérez

VIERNES  14-12-2018

El primer título que se me ocurrió para el conjunto de casos que se relatan fue “De supersticiones y ciencias ocultas”, pero consideré luego que los temas de que iba a tratar tienen más de rutinas practicadas al amparo de las supersticiones que de ciencias, y que las ciencias son algo más serio que hay que dejar a cargo de los científicos, que para eso están.

            Quiero, antes de entrar en materia, advertir que el autor no es supersticioso, y que la opinión que le merecen estas prácticas y creencias quedará ampliamente reflejada en la exposición que sigue, pero como tuvo la suerte –o la desgracia, según se mire, pero creo que suerte- de crecer en un ambiente pueblerino y rural donde se daban todas estas cosas, las conoció y las asimiló aunque con el espíritu crítico que su escasa edad e instrucción le permitían. Hoy, a bastantes años vista, con el bagaje de saberes y experiencias atribuibles más a la edad que a méritos propios, con ánimo reposado y bajo su particular visión humorística, se dispone a contarlas para solaz y regocijo de usted, y para que cada cual saque sus propias conclusiones. Algunos, al leerlas, se han reído casi como yo al escribirlas; otros, según noticias fidedignas, han jurado contra mí hasta en arameo.

Medir el estómago

            Usted, su cuñada o su niño, por poner un ejemplo, pueden tener el estómago ocupado por una mala digestión, o sea, empachoso, por lo que puede estar más alto o más bajo de su posición normal. Para averiguarlo se toma un pañuelo de los que nuestras abuelas usaban como cubrecabeza, generalmente negro; se ata uno de los extremos al dedo corazón del enfermo y se coloca su mano donde se supone que es la posición normal del estómago, esto es, detrás del esternón. Previamente, el oficiante se habrá santiguado unas cuantas veces.

            Sobre el pañuelo, y desde la posición inicial de la mano del enfermo, el oficiante va midiendo hacia atrás en codos completos, por lo que siempre suele sobrar pañuelo. Después, desde el punto de terminación se vuelve a medir en codos hacia delante hasta llegar al punto de partida. De esta forma, como resultado de la medición pueden darse tres casos. Primero: Que la mano no llegue al punto de partida por sobrar pañuelo; diagnóstico: el estómago está bajo. Segundo: Que la mano llegue exactamente hasta el punto de partida; diagnóstico: el estómago está en su sitio. Tercero: Que falta pañuelo; diagnóstico: estómago alto, o sea, un empacho de los de aquí te espero. Conclusión de esta prueba: Se ve que el estómago es bastante informal, sube o baja según le parece, y no siempre está donde debe, algo que debería averiguarse antes de un combate de boxeo para que los púgiles supieran dónde golpear correctamente al contrario.

Sacar el sol de la cabeza

            Si usted se expone mucho al sol sin sombrero, aunque posea una espléndida cabellera, corre el peligro de que se le meta en la cabeza, lo cual es francamente molesto, pues usted se sentirá mareado y falto de la debida coordinación mental, así que habrá que sacárselo (esto es algo que los turistas nórdicos no saben, ignorantes que son los pobres, que vienen aquí a pasar los días tostándose en las playas y se les mete el sol por todas partes).

            Para sacarle el sol le sentarán en una silla, pero no a la sombra como pudiera pensarse, sino al sol, y le cubrirán la cabeza con una toalla sobre la que previamente se habrá colocado un vaso lleno de agua en posición invertida. El sol saldrá entonces de su cabeza en forma de burbujas hacia el fondo del vaso invertido, y sentirá un gran alivio. Pero si usted, a pesar de la mejoría se muestra incrédulo y se empeña en explicar que el efecto de una toalla húmeda sobre la cabeza de quien ha sufrido una insolación es beneficiosa y gratificante, y que las burbujas no son otra cosa que el aire que penetra en el vaso para equilibrar la presión atmosférica del vacío producido por la salida del agua a través del tejido de la toalla, probablemente ni le entiendan ni le crean, y hasta puede que le manden al cuerno, así que allá usted si prefiere gastar saliva en balde y aumentar con ello su grado de deshidratación.

Quemar la mierda

            ¡Ojo con el lugar donde se excreta! Defecar al aire libre tiene su encanto, y más si es primavera, se está en el monte y se tiene como papel higiénico un tomillo en flor a mano (los humanos, con tomillo o sin él, lo hicimos durante millones de años hasta que se nos ocurrió, en términos evolutivos hace cuatro días, fabricar un techo y cuatro paredes para hacerlo). Pero, ¡ay de nosotros si alguien nos quiere mal y quema nuestra deposición, pues nos saldrá un terrible grano en el esfínter o en sus alrededores!

            Como ilustración de lo dicho, recuerdo a una airadísima y justiciera vecina que, al ir a recoger unas sábanas puestas a secar sobre la peña del monte aledaño a su casa, contempló horrorizada la terrible y abundante huella fecal, más parecida a plasta de vacuno que a obra humana, dejada impunemente por algún bromista transeúnte. ¿He dicho impunemente? Nada de impunidades, por que mi vecina, presa de rabia, sin dilación, y entre imprecaciones, dicterios y maldiciones sin cuento aplicó el fuego purificador sobre el cuerpo del delito, convencida de que el castigo no se haría esperar sobre la región anal del autor de la terrible ofensa a sus blancas sábanas.

Un ataque al corazón

            La epilepsia, esa enfermedad nerviosa, convulsiva, y con pérdida del conocimiento en algún caso que he presenciado, es algo espectacular por lo trágico y aparatoso cuando se desencadena en un enfermo, pero no hay que preocuparse por que esto también tiene su remedio, si bien hay que esperar a que pasen un poco los espasmos y el enfermo se calme, pues si no se está quieto es difícil curarle. Claro que la cura no va bien orientada, pues se dirige a la víscera cardiaca cuando la enfermedad parece más propia del sistema nervioso. Bueno, no siempre se va a acertar; los médicos también yerran, son humanos. Pero a lo que íbamos: En cuanto el enfermo se deja hacer, se le coge el dedo corazón de cualquiera de las manos y se le susurran al oído estás palabras, de modo que sea él solo quien las oiga:-“Alégrate, corazón triste y afligido, que allá en Jerusalén está el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo metido”.

            Así de fácil. Como ven, aparte lo incongruente del remedio, incluida la negación de la resurrección de Cristo, el ripio rima y todo -afligido con metido-. Y no falla. El enfermo se cura hasta que le da el siguiente ataque. Lo que no deja de tener su mérito si consideramos lo equivocado del diagnóstico previo.

El mal de ojo

            Este asunto es de mucho cuidado por que la persona que causa el mal de ojo no suele ser consciente de ello, y hace el daño, que puede ser mortal, sin querer, así que vayan por delante nuestra comprensión, nuestra disculpa y  hasta nuestra conmiseración.

            El tomador de ojo, o la tomadora, que en esto no hay exclusión de sexos, suele fijarse mucho en la persona, el animal o la planta (siempre un ser vivo) que puede verse afectada, ponderando repetidamente su hermosura, donaire o sus buenas cualidades. A veces, las personas tomadoras de ojo tienen los ojos de distinto color, lo que demuestra en este caso la evidente culpabilidad de los genes.

            Como sucede en tantos casos, hay dos alternativas para este mal: prevenir, que es lo más fácil, o curar, de la que luego nos ocuparemos.

            La solución preventiva es colgar del cuello, sobre todo de los niños, que son los más susceptibles, unos evangelios, que por si alguien no lo sabe todavía, cosa que dudo, es una especie de amuleto en forma de cajita o bolsita conteniendo escrito algún pasaje o versículo evangélico. Este remedio preventivo es tan popular que se tiene noticia de que algunas tribus tuareg también lo usan, naturalmente con versículos del Corán, que cada cual va a lo suyo. Como pueden ver, en esto de los amuletos contra este o cualquier clase de males no hemos adelantado mucho desde el Paleolítico hasta hoy, pues parece que sirven para todo.

            Vista la solución preventiva, vamos con la curativa. Para ello se toma el dedo corazón –nótese la prevalencia de este dedo entre los demás, por algo será- del enfermo y se coloca sobre la vertical de un plato con agua. Mojaremos nuestro dedo índice en el aceite de un candil y lo verteremos gota a gota sobre la uña del enfermo para que caiga desde éste al plato. Mientras tanto musitaremos (o recitaremos mentalmente) la fórmula mágica, que para mejor repartir el trabajo hace intervenir a la Virgen y a los santos, y que es la siguiente:- “Si te lo han tomado de mañana, que te lo cure Santa Ana; si te lo han tomado a medio día, que te lo quite la Virgen María; y si te lo han tomado de noche, que te lo quite San Roque”.

            A todo esto, el aceite, que sigue goteando sobre el plato, puede adoptar cualquiera de estas dos posiciones: a) Las gotas se extienden sobre la superficie del agua, con lo que el mal de ojo es seguro. b) Las gotas no se extienden, lo que indica que no hay mal de ojo y nuestras sospechas eran infundadas.

            Si el enfermo es un animal, como pasó una vez con una hermosa burra, obviamente es inútil buscarle los dedos, pues como solípedo que es, solo tiene uno con una sola uña en cada extremidad, y normalmente protegida con una herradura, que naturalmente no le vamos a quitar para hacer la prueba, pero en su lugar se puede tomar una oreja previo pelado de la punta con una tijera para facilitar el trasiego del aceite al plato, y es lo que se hizo (delante de mi, que lo vi) con resultado positivo de la prueba, pues tenía un mal de ojo de caballo pese a su condición de burra, a pesar de lo cual no se murió ni nada.

            Por último, las plantas, que como se ha dicho antes también pueden verse afectadas, no suelen tener remedio con esta terapéutica, pues después de mustiarse se secan siempre. Además hay que recordar que los aceites en estado puro son fitotóxicos y el remedio puede ser peor que la enfermedad.

            Hasta aquí, el modus operandi del candil, los dedos y el plato con agua más la impetración a lo celestial. Pero si dejamos tranquilos a los santos con estas memeces y nos molestamos en hacer un sencillo experimento con un plato, agua y diversos tipos de aceite de oliva, previo lavado escrupuloso de manos y uñas, nos podemos encontrar con los siguientes resultados:

Primer caso: Aceite virgen, limpio: Las gotas no se extienden lo más mínimo. No hay mal de ojo.

Segundo caso: Aceite donde el ama de casa ha frito algunas viandas el día anterior: Las gotas se extienden hasta el tamaño de una moneda de diez céntimos. Hay un mal de ojo leve, o sea, pasable.

Tercer caso: Aceite donde el ama de casa, por ahorrar, ha frito y refrito todo lo refreíble: Las gotas se extienden por toda la superficie del agua. Hay un mal de ojo tremendo, casi mortal de necesidad.

            La explicación del caso es bastante sencilla. Según el grado de limpieza de las manos del oficiante y del enfermo, o de la clase de aceite que tenga el candil, más lo que le caiga en la prueba, así será el resultado, dependiendo siempre de la cantidad de dispersantes que la suciedad o la descomposición por enranciamiento le hayan añadido, así que lo prudente será llevar a la persona enferma al médico, la burra al veterinario, y la maceta, salvo que la marchitez sea por falta de agua y se recupere regándola, lo mejor será tirarla a la basura y comprarnos otra.

Aporreado de los riñones

            Aporrearse de los riñones es muy fácil. Un esfuerzo para levantar un peso en posición difícil puede causar un desgarro muscular (carne “dejarrá” o “ejarrá” solía decir el pueblo llano), por lo que el remedio que se aplicaba era un parche poroso o un emplasto. Pero el mismo esfuerzo puede causar  daño en los riñones, por lo que quedará con dichas vísceras perfectamente aporreadas, que debe ser más grave. Esto de cómo se pueden aporrear los riñones haciendo esfuerzos es algo que no puedo explicar; mis conocimientos en nefrología son nulos.

            En el método de curación confluyen tres elementos importantes: Las cañas, la virginidad y la deprecación a la divinidad. Las cañas consisten en dos tiras o cintas de caña común (Arundo donax para los botánicos) de un par de centímetros de anchura y nueve palmos de longitud (lo que mida el palmo del artesano que prepara las cañas, no busque usted medidas oficiales antiguas), en clara alusión a los nueve meses de gestación de la Virgen; la cooperación de la virginidad reside en que como oponente del enfermo al otro extremo de las cañas, puesta de frente, ha de haber una doncella. Ambos sujetarán las cañas a sus caderas apoyando los pulgares, con la cara interior de las cañas hacia dentro. El oficiante o sanador se coloca de pie frente a la parte central de las cañas, donde recita la fórmula mágica; luego se agacha bajo de ellas y la vuelve a recitar en esta posición, para, finalmente, recitarla por tercera vez en el lado opuesto y también frente a las cañas. La fórmula es como sigue:-“Eterno Padre, que al mundo viniste a quitar el daño que en el lomo pusiste. Por tu mano, Virgen María, y no por la mía”. Como ven, el conjuro –llamarle fórmula parece menguado para tal necedad- no anda huérfano de irreverentes incongruencias atribuyendo al Padre Eterno la ligereza de venir al planeta Tierra a poner daño sobre lomos humanos, y encima solicitar que la Virgen María eche una mano en el disparate. Uno, que ha leído la Biblia de cabo a rabo, y por supuesto el Quijote por si acaso, no recuerda ninguna cita de los Profetas al respecto ni referencias cervantinas tampoco, excepción hecha del bálsamo de Fierabrás que tomaron Don Quijote y Sancho sin conjurar nada.

            Prosigamos. Después de esto, si el enfermo está realmente enfermo y la doncella es todo lo doncella que se supone –demos por hecho que sí-, las cañas se acercan una a la otra y se cruzan hacia la mitad de su longitud, o sea, el centro. La ceremonia se repite tres veces al día, y al cabo de tres o cuatro jornadas el enfermo se cura (por cierto, que esta prueba de la virginidad es harto sutil y elegante, no como otras que usted sabe o se imagina). Claro que, supuesto que los condicionantes anteriores sean correctos, si las cañas no se cruzan es debido a la presencia de un desgarro muscular y procede poner una cataplasma o un parche. Modernamente se colocaban los prácticos parches porosos de la marca Sor Virginia, de venta en farmacias, pero con anterioridad se aplicaban en caliente unos emplastos de un tipo de pez que se endurecía como el cemento al enfriarse, formada por la mezcla de dos productos llamados contrarrotura y confortativo que se vendían en farmacias y boticas en forma de barritas de color gris y marrón, de un dedo de gruesas y un palmo de largas. El emplasto, extendido sobre un trozo de lona fuerte –no servía cualquier paño-, una vez aplicado y enfriado sobre la piel era materialmente imposible de quitar salvo que se quisiera despellejar al enfermo, pero pasados unos días, en los que el enfermo tenía la sensación de estar escayolado, se desprendía fácilmente por desescamación natural, aunque al retirarlo se llevara consigo todo el vello corporal, quedando la zona perfectamente depilada. Para su preparación se elegía un pote de hojalata o un cazo o sartén viejos, pues después de fundir estos ingredientes el utensilio quedaba con una costra tan dura que lo dejaba inservible para otros usos.

            ¿Y por qué se cruzaban las cañas? No es difícil imaginar que la tendencia natural del cuerpo a pie juntillas y con las manos apoyadas por los pulgares sobre las caderas tiende a bascular hacia delante, y que la flexibilidad de las cañas de casi dos metros y muy delgadas hacía el resto. A veces, si se viciaban por la humedad o mala posición de reposo entre sesiones, o la tendencia era a curvarse hacia fuera, o el balanceo del enfermo y la doncella provocaban este efecto, se separaban en vez de cruzarse por muy aporreado que  se estuviera. Entonces, parche al canto, y con unos días de reposo medio escayolado, enfermo curado. Y si la cosa se agravaba por que la lesión era muy seria, pues al médico, que para eso estaba, que de cañas, conjuros y cataplasmas se puede esperar cualquier cosa, incluida la tontuna de perder el tiempo.

Los saludadores

            Contra lo que pudiera parecer, los saludadores y saludadoras no eran personas que iban por la calle saludando a diestro y siniestro a todo el mundo con quienes se cruzaran, pues en esta clase de saludo eran como los demás. El saludador que nos ocupa en este relato tiene algo especial que avala su cualidad de sanador y es, nada menos, que la cruz de dos barras o de Caravaca en el paladar superior. Su saliva aplicada sobre llagas, heridas o zonas dolorosas, o mejor todavía, un sorbo de vino que enjuagara su boca, era de una eficacia fuera de lo común, mano de santo, vamos.

            Llevados por esta creencia, como las tortugas de tierra también lucen sobre el plastrón la famosa cruz, igualmente se utilizaban aplicándolas directamente sobre el daño con idénticos fines terapéuticos pero con resultados más inciertos como es de suponer, pues no es lo mismo que el portante de la cruz sea una persona que un reptil por muy quelonio que sea, aunque los enfermos también podían tener sus preferencias o sus aprensiones con lo que les diera menos asco, el quelonio o las babas ajenas. A uno de mis tíos, que estaba muy malito el pobre, le pusieron un quelonio en el pecho a ver si sanaba, pero tenía el hombre tan graves motivos para morirse que lo hizo sin tardanza y con total indiferencia al remedio de la tortuga. Mala suerte, ya sabe usted que la medicina a veces falla.

            A propósito de la cruz mencionada, durante una visita a Salzburgo, la patria chica de Mozart, llamó mi atención el hecho de verla rematando el campanario de una iglesia. Pregunté a nuestro guía turístico, un noble venido a menos –según manifestación suya-, socarrón y con buen sentido del humor, el porqué de estas cruces semejantes a la de Caravaca, y contestó más o menos así:- “Desconozco la similitud de esta cruz con la de esa ciudad española que usted dice, pero por lo que aquí toca, se pueden ver sobre los campanarios hasta tres clases de cruces: de tres, de dos y de una barra horizontal. Esto, antiguamente significaba que las iglesias con una cruz de tres barras estaban bajo la protección de un arzobispo; las de dos, de un obispo, y las de una,  solo bajo la protección de Dios”.

El aliacán

            El aliacán o ictericia es de lo más fácil de curar si se tiene a mano una higuera que dé brevas o higos de piel negra. Las mejores higueras son las llamadas de pellejo de toro, son las más curativas. No importa que la causa de su amarillez sea por hepatitis A, B, o C, que parece la peor de las tres, que tenga el hígado hecho polvo, que su sangre esté contaminada por bilis, bilirrubina o que padezca una intoxicación de caballo por beber aguas putrefactas, no importa, digo, si dispone de una higuera de las citadas.

            El modus operandi (modo de proceder -perdón por el latinajo, pero impresiona más al enfermo crédulo-) es el siguiente: Se apoya la planta descalza del pie derecho del enfermo –si le falta este pie, sirve el izquierdo, qué remedio- sobre el tronco se la higuera, y sirviéndose de un cuchillo o navaja afilada se practica una incisión sobre la corteza de la higuera siguiendo el contorno del pie, con lo cual habremos dibujado una bonita plantilla del mismo –suponiendo que el pie sea bonito, si no saldrá otra cosa-. La higuera, como respuesta, segregará el clásico látex propio de las higueras, llamado por el vulgo leche de higuera debido a su color blanco, y lo más probable es que en un par de semanas se seque o cambie a marrón oscuro el trozo de corteza aplantillada. Al mismo tiempo, ¡oh prodigio!, también curará el enfermo de su aliacán, quedando más sano que un aire montañés, pues el aliacán vulgar no es enfermedad calificada de muy grave.

            Claro que también puede ocurrir que el aliacán solo sea un síntoma de algo más serio, acompañado a su vez de graves complicaciones, y el enfermo se muera, pero que conste que no ha sido por falta de remedio adecuado, que la cosa a veces no funciona, y no me pregunte usted por qué, que una cosa es dar higos y otra estar en la higuera pidiendo milagros.

Las verrugas

            A cualquiera le pueden salir verrugas en las manos, la cara o vaya usted a saber dónde. Si son de forma pediculada (de las que cuelgan como brevas sanjuaneras, se entiende), según dicen se estrangulan con un hilo de seda bien atado y ellas solas se secan por falta re riego sanguíneo (hoy hay otros remedios contra las verrugas, consulte a su farmacéutico como dice el anuncio de la tele), pero si se trata de verrugas costrosas normales y corrientes el remedio es más suave, más sutil y elegante diría yo, pues existe uno a base de hojas de granado con acción a distancia que no lo supera la más prestigiosa farmacopea.

            Para ello no hay más que contar cuidadosamente las verrugas y coger igual número de hojas de granado, las cuales se envuelven en un papel (no me usen plásticos, por favor) y se llevan a un lugar lejano o apartado por el que no hayamos de volver en una temporada, pues de lo contrario la medicina no surte efecto. Allí las hojas se entierran en un hoyito o se colocan en cualquier oquedad o bajo una piedra, y a medida que las hojas de granado se secan, las verrugas hacen lo propio, quedando sobre la piel solo la señal blanquecina donde se asentaba el mal. Es un remedio considerado muy seguro, pero si falla se puede achacar a incredulidad previa del enfermo, pues si no se lo cree a pie juntillas es difícil la curación, como me ocurrió en cierta y lejana ocasión, en la que por incrédulo tuve que usar ácidos salicílicos, lácticos, y hasta nitrato de plata, que quema una barbaridad si no tienes cuidado al aplicarlo con el pincelito.

            Añadamos solamente que este remedio tiene un inconveniente estacional, puesto que el granado es árbol caducifolio, y desde finales de otoño hasta bien entrada la primavera no tiene hojas, por lo que hay que aguantar con las verrugas a cuestas todo ese tiempo. Pero en otros lugares utilizan trozos de piel de plátano y también funciona.

Llagas en la boca

            Pues, sí: las típicas aftas y otros inconvenientes como infecciones bucales o de encías, que se daban especialmente en los niños, se curaban sistemáticamente con aceite de escarabajos. ¡Pobres bichos! Abundaban entonces en corrales y casas, a poco que removieras, los coleópteros de buen tamaño del género Blaps, cuya especie lusitanica era la más común que recuerdo. Previo paso por la sartén, o sea, fritos sin piedad, su aceite era cosa santa para las dolencias bucales. Solo había que untarse el dedo en aceite y aplicarlo sobre la zona dañada. ¿Quién da más por menos?

Cabezas de lagarto

            La dentición infantil es, sin duda, problema antiguo. Los dientes duelen al salir, y las madres siempre han tratado de aliviar a sus retoños en este trance. Recuerdo aquellos rollos de caucho colgando del cuello de los bebés para que los mordiesen, caucho natural, oiga, que los polímeros derivados del petróleo estaban por inventar como tantas cosas que hoy nos rodean. Pero había también otros objetos para morder más antiguos –el árbol de caucho fue desconocido en Europa hasta que Colón descubrió America- e iguales de prácticos: las cabezas de lagarto ocelado, especie netamente ibérica donde las haya, cortadas precisamente en los meses de Mayo y Junio, su época de celo, cuando lucen los machos su más espléndida librea de colores. La cabeza, previamente cortada y puesta a secar, se atravesaba con una aguja colchonera enhebrada con un fuerte hilo de cáñamo y se colgaba al cuello del infante para que la mordiera o chupara a placer y echara los dientes como Dios manda.

¿Y por qué esta costumbre? No tengo constancia de que el lagarto ibérico tenga la consideración de animal totémico, al menos por estos lares. Si acaso, lagarto se llama al hombre pícaro o taimado, y lagarto lagarto, o lagarto se vuelva, dice el supersticioso cuando le mentan la culebra, o la bicha, por evitar su nombre -tan útil a la agricultura como el lagarto y tan injustamente perseguida, pues ambos incluyen a los roedores en su dieta-. Lo único en que veo una lejana relación con la dentición es que el lagarto, con relación a su tamaño posee unas mandíbulas como alicates, con la mayor capacidad de hacer presa en un mordisco que conozco, pues se vale de esta capacidad para asfixiar a sus presas antes de tragarlas. ¿Se pretenderá, con el uso de su cabeza, transferir estas cualidades dentales a los niños?

 

La noche de San Juan

¿Y qué decir de la mágica noche de San Juan? Pues que todas las supersticiones tenían cabida, aparte la utilidad de la hoguera vecinal en cualquier calle o plaza del pueblo donde se quemaban los trastos inservibles y los chiquillos nos divertíamos saltándola. Era una noche de indagación especialmente futurista. Se preguntaba al porvenir usando cualquier artilugio a mano o algún conjuro de la forma más inocente. Recuerdo una tijeras clavadas sobre la madera de un cedazo casero y las asas apoyadas y sostenidas por las respectivas yemas de los índices de dos personas puestas frente a frente, las cuales, por turno, hacían secretas preguntas al futuro; y tenían que ser secretas, pues de lo contrario era inútil preguntar, ya que hacerlo en voz alta invalidaba la acción del cedazo y las tijeras. El resultado consistía en que si después de hacer mentalmente la pregunta el conjunto tijeras-cedazo giraba sobre las yemas de los dedos, cayendo al suelo a veces, la respuesta era afirmativa, pero si el artilugio se estaba quieto, era negativa. Recuerdo que una de las veces, alguien se sinceró y dijo:- “Le he preguntado a las tijeras si Franco seguirá mandando mucho tiempo en España, y no se han movido, así que Franco durará poco”. Bueno, lo del acierto, juzguen ustedes, pues aunque no puedo precisar la fecha con exactitud, esto ocurrió hacia 1945 o 1946, y Franco murió en 1975, unos treinta años después.

Otra manera de consultar al porvenir, en este caso meteorológico, consistía en partir una cebolla y poner doce cuencos, uno por mes, con un poco de sal, con sus nombres, al relente la noche de San Juan. A la mañana siguiente, los meses en los que llovería al año siguiente estarían llenos de agua, y secos los de los meses en los que no lloviera. Pues bien, una vez que con la inocente credulidad de un niño hice la prueba, a la mañana siguiente descubrí, desolado, que durante todo el año siguiente no llovería una sola gota.

Los curanderos

He dejado para el final de estos relatos sueltos, propios de curanderismo de aficionados, al amplio gremio de sanadores profesionales sin licenciatura médica universitaria: los curanderos. La causa es circunstancial. Mi abuelo materno fue, a su manera, protagonista principal de una divertida anécdota como intermediario entre curanderos y pacientes. Se dice de este hombre que era en extremo servicial, del que siempre se podía esperar su favor, virtud a la que añadía un gran sentido del humor, no exento de socarronería. Les cuento.

En la ya lejana época de principios del pasado siglo XX, mi abuelo Roque tenía en Elche un puesto fijo en el mercado de frutas y verduras, al que acudía con su carro y una mula vieja, que por andar despacio alargaba la duración del viaje. Elche siempre contó –y cuenta, dado lo numerosa de su población- con una nutrida pléyade curanderil. Mi abuelo, fiel a su norma de servicio a los demás, jamás se negaba a traer los encargos de agua medicinal, pues los curanderos solían recetar agua bendecida por ellos mismos (casi milagrosa a veces, como la que usan los masajistas de futbol, capaz de restablecer a jugadores medio muertos) que le hacían sus paisanas y algún qué otro paisano, que de todo había. Las botellas vacías que llevaba en el carro hacia Elche no cabían a veces en una espuerta para visitar a los respectivos curanderos. Como es de suponer, los lugares de consulta de los curanderos estaban bastante desperdigados, lo que le hubiera supuesto recorrer medio casco urbano del Elche de entonces a golpe de alpargata o de carro y mula vieja para recoger la mercancía. Y digo que le hubiera supuesto como mera posibilidad, por que no le supuso, pues por servicial que fuera el hombre no podía perder el resto del día de puerta en puerta, después del mercado, teniendo que regresar al pueblo tras horas de marcha arreando a la mula y hacer acopio de mercancía para el mercado siguiente, así que entre la falta material de tiempo y, lo que es más importante, la absoluta carencia de fe en este gremio facultativo, jamás visitó a ninguno, pero los encargos de agua los cumplía escrupulosamente llenando las botellas en la primera fuente pública que encontraba al paso.

A su llegada al pueblo, los crédulos (y algunos hasta fervorosos) enfermos recogían su correspondiente botella y se admiraban agradecidos de poder contar con persona tan servicial como mi abuelo Roque, que además no aceptaba propinas. Más agradecidos aún si cabe, pues mi abuelo seguía la broma interesándose de vez en cuando por los resultados de la medicina en los enfermos, y cuando alguno le manifestaba que había curado o mejorado sus dolencias con el agua, afirmaba invariablemente:- Ten fe, que la fe es lo que cura.

Y en eso de la fe, mire usted, estoy de acuerdo con mi abuelo.

A modo de epílogo

¿Nos hemos reído bastante? Pues si es así habré de achacarlo a que soy gracioso o a mi peculiar estilo literario, y pedir seguidamente disculpas por este atisbo de vanidad. Pero, ¿qué pasaba hace cincuenta o cien años que no ocurra hoy? Por que hoy pasa lo mismo, ya que no hemos hecho otra cosa que modernizar el sistema y seguir haciendo el indio, no con plumas de águila como ellos si no con los plumeros de los medios de comunicación de masas actuales (la red está llena de anunciantes sanarresuelvelotodo –perdón por el palabro-). La adivinación del porvenir sigue presente en los signos zodiacales, pues se siguen publicando horóscopos (horroróscopos sería más propio llamarlos) y vendiendo cartas astrales diciendo que Marte o Venus pasaban por allí cuando nacimos (de la comadrona o del médico no dicen nada por que su masa corporal, que influyó sobre nosotros como la de los planetas en relación directa a su propia magnitud y en relación inversa al cuadrado de la distancia que los separaba de nosotros, era cientos de veces mayor) y por eso somos tan guapos y vamos a cobrar la herencia de un tío de América, y se sigue engañando a gente sencilla (y no tan sencilla, que de todo hay). Futurólogos, quiromantes, cartomantes, onomantes y otros “mantes” pululan por ahí a sus anchas, incluidas algunas sectas destructivas que te anuncian cada dos por tres el fin del mundo a fecha fija para que te embarques en su particular arca salvadora. De vez en cuando retiro de las escobillas del coche tarjetas de presentación prometiéndome soluciones a todos mis males. Uno, que solo da el teléfono y la Web, resulta ser vidente de nacimiento (nasío “pa” “vé”, según parece), y promete potenciar mis dones y sanar mis bloqueos materiales, emocionales e intelectuales con tratamientos ayurvédicos -¿qué será eso?-. Otro, un tal Lamine, con experiencia en todos los campos de la alta magia y dificultades por difíciles que sean, promete solucionar enfermedades crónicas, judiciales, matrimoniales, protección, quitar hechizos, depresión, mal de ojo, limpieza, suerte, impotencia sexual, y lo más eficaz para recuperar la pareja y atraer personas queridas (sigue la perorata, pero se la ahorro a usted), para terminar diciendo que la solución es inmediata con resultados garantizados al 100% de 3 a 7 días como máximo. Vale: recuerdo que no hace mucho, en Galicia, un Lamine de esta calaña ha “laminado” 17.000 euros del bolsillo de un gallego enamoradísimo de una gallega que no le hacía el más mínimo, caso prometiéndole atraérsela a su vera. Como la gallega siguió igual de indiferente, el gallego puso la correspondiente denuncia por estafa. Imagínense la cara del juez al leer la denuncia.

Y acabo con la guinda siguiente: En los casos citados de ámbito casero como mal de ojo, ataque al corazón, cura de riñones con cañas y prueba circunstancial de virginidad a cargo de aficionados con más ignorancia y buena fe que malicia, las fórmulas y deprecaciones, secretas por naturaleza, donde se mezclaban alegremente elementos mágico-religiosos tan heterogéneos que no resisten la más leve visión crítica, no podían transmitirse de boca a oreja alegremente en cualquier época del año, si no desde la tarde de Viernes Santo hasta Sábado Santo por la noche, es decir, el plazo litúrgico que media entre la muerte y la resurrección de Cristo. ¿Sería para que, por estar muerto, no pudiera enterarse de lo que se cocía a sus divinas y laceradas espaldas? No parece probable, pero, ¿dónde está el límite de la superstición? Difícil respuesta.