“ECHAR LAS MOSCAS”

El Cojense

abubilla-blog

 

LUNES 12-06-2017

Echar las moscas. Esta es una frase con su historia reciente para los mayores y lejana para los jóvenes que no la conocieron, de los años cuarenta del pasado siglo, antes de popularizarse el DDT -siglas del nombre químico del compuesto dicloro-difenil-tricloroetano (abreviado a su vez, porque es más extenso, pero les ahorro la molestia)-, primer insecticida de la serie organoclorados sintetizado en 1939 por el suizo Paul Müller, que no se difundió hasta la terminación de la segunda guerra mundial por razones estratégicas (fue un secreto de guerra equiparable a la penicilina y el radar). Por cierto que, aunque al principio con el DDT las moscas caían como tales, luego se acostumbraron y crearon resistencias a este y al resto de insecticidas que vinieron después, pero esa es otra historia.

            Como inciso les diré que el primer sistema de lucha contra las moscas que recuerdo haber leído en mi ya larga vida, y que lamento no recordar dónde fue, decía más o menos esto: “Póngase un vaso con cerveza y déjense a las moscas ahogarse en él”. Suena a chiste, pero no va descaminado el consejo según en qué circunstancias y sabiendo lo que el olor de esta bebida atrae las moscas. Pero sigamos.

            Hasta la aparición de los insecticidas modernos las moscas se solían combatir en las casas con un producto comercial a base de pelitre llamado Flit, aplicado con los populares atomizadores manuales de émbolo llamados vulgarmente fliteros o aparatos de flit (en inglés, fly significa mosca, pero ignoro si tendrá algo que ver lo uno con lo otro, aunque es posible). Bueno, lo de combatir las moscas es un decir, ya que aunque éstas perdieran alguna batalla cayendo las que entraban en contacto con el insecticida, siempre ganaban la guerra, y era así porque muchas de las casas de entonces tenían su particular criadero de moscas en el corral con el estiércol del ganado, y si no lo tenían ellas mismas lo tenía alguna de las vecinas, por lo que aunque se mataran todas las que hubiera en un habitáculo cerrado creando una neblina de insecticida con el aparato, como el producto solo actuaba por contacto directo con los insectos porque su poder residual era nulo, en cuanto se abrían puertas o ventanas otro reforzado ejército de moscas sustituía a las muertas y volvían a invadir el local Y si añadimos a esto que la mayoría de viviendas de nuestros pueblos no tenían cristaleras y era necesario abrir vanos para que entrara luz, tenemos el cuadro completo favorable a las moscas.

            Otros métodos de lucha eran los cebos envenenados y las tiras o cintas cazamoscas. Con los venenos había que tener cuidado porque algunos solían fabricarse con arsenicales (generalmente arseniato de sodio) y azúcar disueltos en agua para pulverizar suelos y paredes en establos y zonas de las viviendas alejadas de los alimentos. Otros cebos algo menos tóxicos llevaban cianamida cálcica y melazas disueltas en agua, y otros petróleo y azufre, pero aunque la mortandad de insectos pareciera importante, los abundantes criaderos del estiércol suplían sobradamente las bajas. También eran espectaculares las capturas con cintas cazamoscas a base de resinas, aceite de lino, aguarrás, miel y otras sustancias, donde quedaban pegadas al posarse (todavía se fabrican, creo que para nostálgicos), pero con similares resultados, pues las moscas campaban a sus anchas. Solo tenían estos fastidiosos bichos un aspecto positivo: el didáctico, porque los que por suerte nos criamos en el medio rural y luego pudimos estudiar Ciencias Naturales llevábamos la ventaja de algunas lecciones aprendidas visualmente sobre la metamorfosis de las moscas y otros insectos.

            Había, sin embargo, otros métodos más eficaces para hacer menos molesta su presencia, pero sin matarlas: espantarlas y echarlas de casa. Dado que las moscas eran especialmente incómodas a la hora de la comida, el comercio ofrecía un práctico espantamoscas hecho con tiras de papel de varios colores atados al extremo de un trozo de caña de tres o cuatro palmos, el cual se agitaba de vez en cuando sobre la vertical de la mesa para que las moscas no se posaran en los alimentos (las prácticas palmetas de plástico actuales no existían, pues el plástico estaba por inventar, y además hubiera sido un remedio asqueroso llenar el mantel de cadáveres aplastados). Pero el sistema más eficaz para que la mayoría de las moscas abandonaran el hogar era batir la puerta de la casa. Para ello se cerraban todas las ventanas, dejando la casa a oscuras. Luego se imprimía a la puerta un movimiento alternativo de cierre y apertura de unos diez centímetros solamente, con lo cual se creaba un estado cambiante de luz y oscuridad que estimulaba a las moscas a buscar la salida acudiendo a la luz. El procedimiento era tan efectivo que en solo uno o dos minutos de vaivén de la puerta abandonaban la casa por lo menos el noventa por ciento de insectos, quedando solo una reducida cantidad que, o era inmune al engaño, o que haciendo honor a su nombre latino, Musca domestica, se sentía tan a gusto en la vivienda que no se movía de su sitio. Para las amas de casa (nuestras madres y abuelas de aquellos años) constituía una rutina echar las moscas antes de abandonar el domicilio si iban a estar algún tiempo fuera. Era el mejor y más barato sistema de librarse de ellas por algún tiempo, y hasta llegó a formar parte del coloquio vecinal y familiar, pues resultaba frecuente oír expresiones como “voy en un minuto, en cuanto eche las moscas”, o “echa las moscas y vámonos”.

            Pese a lo dicho, las pobres moscas –seamos por esta vez sensibles y equitativos, y demos una satisfacción a los animalistas de pro-, no lo tenían todo de cara. Aparte de aguantar la inquina de los humanos con el flitero, los venenos y las tiras cazamoscas (más el concurso de los niños que cruel y activamente colaborábamos divirtiéndonos con nuestras pistolas de tapón, pues un taponazo a un palmo de distancia sobre una mosca posada en la pared acababa casi siempre con su aplastamiento y la consiguiente mancha), tenían en contra un aspecto importante de su propia biología. Las pobres moscas -insisto en lo de pobres: ya he dicho (a mi pesar) por qué-, nada más renacer como adultos de sus pupas caminaban torpemente sobre sus todavía inseguras patas portando a cuestas sus arrugadas alas a la espera de que la circulación hemolinfática y el calor ambiental tensaran sus nerviaciones y endurecieran la quitina del exoesqueleto para poder volar. Mientras esto ocurría, eran tan vulnerables que cualquier hormiga oportunista podía atraparlas entre sus mandíbulas y arrastrarlas a su hormiguero, por no citar otros artrópodos carniceros como avispas, chinches, escarabajos y arañas saltadoras que merodeaban los alrededores de los estercoleros a la espera de tan fáciles presas. Y entre los pájaros, cualquier insectívoro, incluyendo los gorriones, podía darse un banquete a costa de ellas, pero especialmente la temible abubilla, siempre escarbando el estiércol con su largo pico, costumbre que llegó a hacer creer al vulgo que se alimentaba de boñigas del ganado, pero cuyo interés eran especialmente las moscas en cualquiera de sus estados de larva, pupa o adulto recién salido de ella. También, como no podía ser menos, sufrían -y sufren- las molestias de parásitos internos y externos. De los internos no sé mucho, aunque son imaginables, pero algunos externos se pueden observar a simple vista en forma de gruesos ácaros pegados a sus cuerpos y cabezas succionándoles la hemolinfa, los cuales, por su volumen relativo al de las moscas es como si los perros llevaran garrapatas del tamaño de cangrejos. ¡Pobres moscas, insisto! Echarlas de modo incruento a puerta batiente parecía, bien mirado, un acto verdaderamente noble y considerado por parte de nuestras progenitoras.

            Aunque a mí -necesario es decirlo en este caso- no me mueven tal nobleza ni consideración, porque como no pertenezco a ese loable y especial grupo de gente incapaz de matar una mosca, las habría matado a todas en vez de echarlas a la calle.