LA INSALUBRIDAD DE LAS BALSAS DEL CÁÑAMO: FALSEDADES HISTÓRICAS Y REALIDAD

       Rafael Moñino Pérez

Agente de Extensión Agraria

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COX-CALLOSA DE SEGURA 13.09-2015

 Cocear contra el aguijón es duro, y de seguro que muchos de ustedes conocen esta sentencia bíblica (Hch. 26,14). Quizá lo aconsejable sea en estos casos no insistir cuando el error (aguijón) histórico relatado no tenga mayor trascendencia en la actualidad, como ocurre con algunas leyendas en las que, a base de repetirlas y celebrarlas a veces con pomposidad, acaban siendo creídas por el común pese a carecer de fundamento histórico -incluso sabiendo con certeza cuándo, cómo y por quién fueron inventadas-. Sin embargo, en el caso que nos ocupa soslayaremos esta norma para soltarle, si no una coz, al menos una razonable patada a uno de estos aguijones que, pese a haber nacido en especiales y dramáticas circunstancias, puede tener consecuencias en la reaparición de un cultivo que hasta no hace muchos años fue tradicional y de gran importancia en nuestra huerta. La cita bíblica viene al caso por que en varias ocasiones, a lo largo de los años vividos -que ya van siendo bastantes, lo cual es un privilegio por haber sido testigo de tantas cosas en la huerta-, he oído y leído malas opiniones, y hasta verdaderas acusaciones de insalubridad contra las balsas de fermentar cáñamo, la última vez en un reciente libro sobre nuestra huerta donde textualmente se dice que “causaba grandes problemas de salud, incluso si se vertían al río Segura lo que se estuvo haciendo durante una época hasta que se construyó un nuevo cauce que desaguaba en la zona lacustre sublitoral. Pero este no se construyó bien y el agua causaba problemas en la ciudad de Orihuela por lo que se prohibió el uso de las balsas.” Hasta aquí la nota textual por lo que respecta a las balsas del cáñamo. El texto es más largo, pero como lo que sigue se entremezcla con otros asuntos de aguas pantanosas, basta con lo extractado.

            La noticia arranca de una época a casi cuatro siglos de distancia, o sea, mediado el siglo XVII. Faltaban todavía dos siglos para que naciera Luis Pasteur, y medio siglo más para que nos explicara en qué consistían las fermentaciones y los bichitos o animálculos que las producían, y nos enseñaran también él y otros científicos contemporáneos y posteriores que las enfermedades y pestes que padecían cíclicamente humanos, animales y plantas se debían a lo que hoy llamamos bacterias, hongos, virus, plasmodios, tripanosomas, priones y algunos nombres más, que la lista es larga. Por esas calendas (1648), Orihuela sufrió una terrible peste que se llevó por delante media población, así que pongámonos bajo la piel de aquellas pobres gentes atemorizadas por el miedo a lo desconocido y con las narices oliendo a balsas de cáñamo y lino mientras veían morir a familiares y vecinos, así que sus prevenciones y medidas contra lo que suponían formaba parte de las miasmas que causaban tanta mortandad estaban de sobra justificadas.

            Pero admitidos los explicables temores de nuestros antepasados frente a las balsas de cáñamo, todavía -y ya van años para haberlo hecho-, no ha surgido, al menos que yo sepa, ningún Quijote de prestigio que acometiera la tarea de enderezar el entuerto y “desfacer” el histórico e injusto agravio de mala fama que pesa sobre las inocentes balsas. Y como esto hay que hacerlo porque es posible que el cáñamo regrese a la Vega Baja, que volvamos a oler a balsa, y que -posiblemente- salgan protestando, incluso haciendo bandera política contra ellas los inevitables agitadores indocumentados, si no lo hace Don Quijote que lo haga al menos su escudero, menos docto pero más pegado a la realidad y conocimiento directo, y Sancho (papel que en este caso asume el que suscribe), empieza diciendo en corto y por derecho que es mentira, que es una falsedad histórica sin fundamento transmitida impunemente de generación en generación. Tanto es así que incluso le han llegado opiniones y comentarios sobre lo mal que huelen dichas balsas de gentes que, por sus circunstancias y juventud, forzosamente jamás pudieron olerlas.

 

 La realidad de las balsas del cáñamo.

            Me van a permitir, asumida la función de Sancho, que como él prescinda de citas literarias al estilo de su señor, que tampoco son necesarias; si acaso, que incluya algún refrán, que de eso sí sabía. Lo que se cuente aquí a partir de ahora es fruto de la experiencia personal, y si lo lee algún balsero de los pocos que quedamos vivos se verá retratado en alguna escena, por que yo, entre otras muchas cosas -perdonen la inmodestia-, también fui balsero junto a mi padre desde que supe andar y tuve fuerzas para coger una garba de cáñamo, lo cual no tiene ningún mérito; simplemente, por razones de edad y situación personal, sucedió, y creo que para bien en este caso.

            Hacia los años cincuenta del pasado siglo había cuatro balsas juntas en Cox -una de ellas regentada y dirigida por mi padre-, ubicadas dentro del perímetro que hoy engloba las calles de Olavarrieta, Valladolid y Toledo, y allí mismo nacía la llamada, con toda propiedad, Azarbe de Las Balsas, la cual recibía directamente desde su cabecera tanto las aguas de renovación parcial durante la fermentación como las de vaciado al acabar la temporada, la cual terminaba ya bien entrado el invierno porque a la fermentación tradicional del cáñamo se sumó en su momento la del kenaf alargando la campaña. Este azarbe, pues, por su especial situación subsidiaria de cuatro balsas se podía considerar como de máximo potencial de contaminación al recibir desde el origen de su cauce el vertido de las, supuestamente, malignas aguas. Ciertamente, el agua de fermentación de las balsas de cáñamo, lino o kenaf es cualquier cosa menos potable. Como el proceso fermentativo es anaerobio carece de oxígeno, por lo que no permite la vida de peces, batracios, insectos ni nada que necesite respirar este gas, a excepción de las de larvas de mosca Eristalis tenax que lo hacen por su larga cola sacándola a la superficie como si fuera un periscopio. Contiene este agua una respetable carga de sólidos orgánicos y minerales procedentes de los desechos de la fermentación, lo que le da su característico y tenue color marrón. Los compuestos más pesados y la sílice que recubre las varillas del cáñamo constituyen, por decantación, los fangos que de vez en cuando conviene evacuar de la solera renovando parte del agua, operación que se conoce como “refrescar la balsa”. Tiene además ácido butírico y otros compuestos volátiles responsables de su peculiar olor, que no es desagradable como dicen, salvo que la balsa se abandonara a su suerte y en vez de una fermentación controlada se produjeran putrefacciones con pérdida de la cosecha, lo que no ocurría por razones obvias. Su reacción es marcadamente ácida, con pH alrededor de 5, por lo que las piedras calizas que se usaban para sumergir el cáñamo adquirían una tonalidad blanquecina que las hacía visibles en noches de luna. Desde el punto de vista agronómico era interesante para el riego, y con ella, mezclada con las provenientes del avenamiento del azarbe, se regaba directamente mediante norias. Su acción sobre las tierras de la huerta, de reacción alcalina por su alto contenido en caliza, era beneficiosa por su carácter acidulado, contribuyendo así a la movilización de elementos como el fósforo y algunos microelementos poco solubles en medio básico. Además aportaba la materia orgánica disuelta o en suspensión procedente de la fermentación.

            Dicho lo que antecede, es preciso recordar lo anotado al principio sobre los perniciosos efectos de estas aguas “incluso si se vertían al río Segura”,  y también que “el agua causaba problemas en la ciudad de Orihuela”, para contrastar estos asertos con lo que viene después, pues se nos plantean dos cuestiones importantes a dilucidar, como son los efectos producidos por esta clase de agua sobre el equilibrio biológico del azarbe -un minúsculo cauce comparado con el río- y sobre el mismísimo cuerpo humano, pues en ambos casos el contacto era tan extremadamente íntimo como se dice a continuación.

 

Efectos biológicos

            Por lo que respecta a este azarbe, la acción directa aguas abajo debiera haber sido francamente abiótica sobre organismos tan sensibles al agua contaminada como peces, batracios, larvas de insectos, moluscos acuáticos y vegetación sumergida y semisumergida. Pero no era así: Gambusias, anguilas, ranas, sapos, moluscos y toda clase de larvas de mosquitos, libélulas y escarabajos acuáticos, por citar la parte animal más visible, campaban a sus anchas indiferentes a lo que los humanos hiciéramos con las balsas aguas arriba, y lo mismo sucedía con la vegetación de perluque (Potamogeton, sp.), berros, grama acuática (Paspalum, sp.) y poligonáceas, por citar algunas plantas habituales en el fondo del azarbe, y esto se podía ver desde el principio del cauce. La explicación lógica no es otra que la siguiente: El azarbe era un continuo y permanente receptor de aguas de avenamiento de las tierras, ya de forma directa por su profundidad, como indirecta a través de los escurridores que deslindaban las parcelas, y la mezcla circulante de agua limpia con la de las balsas, teniendo en cuenta que la de éstas era intermitente durante la fermentación, y ocasional al terminar la temporada, atenuaba los efectos negativos que hubiera podido tener en estado puro.

 

Efectos sobre el cuerpo humano

            Aunque se me acuse de categórico, e incluso dogmático, con un solo vocablo se responde a esta cuestión: Ninguno. Los obreros que sacaban el cáñamo de las balsas, llamados balseros, trabajaban chorreando agua de sus cuerpos y de su raída vestimenta, pues se ponían la peor ropa que tuvieran para este menester. Para sacar durante una jornada garbas de cáñamo o kenaf con más de una arroba de peso no quedaba otro remedio que acabar pegándoselas al costado. En verano era llevadero desde el principio, pero en invierno, con el kenaf, cuyo garbaje era más pesado todavía, había que entrar en calor a cuerpo húmedo y ambiente frío. El “aperitivo” de la faena consistía en desempedrar chapoteando sobre un palmo de agua para que emergiera el cáñamo o lo que hubiera que sacar, con lo que ya te mojabas, y cuando por la extracción de parte del cáñamo bajaba el nivel del agua, para extraer lo que restara había que meterse en el rebaje del muro de la balsa llamado sacador (sacaor en el habla local) con agua hasta las rodillas. Mas la guinda del pastel está por decir, y era el baño. Por que a veces había que bañarse, y no por placer o higiene sino por falta de habilidad para embalsar o por culpa del viento, que dicho sea de paso era un mal enemigo del quien manejara cáñamo, pues para embalsarlo se echaban las garbas directamente al agua con la parte inferior de los tallos hacia fuera de la nevada (nevá en lenguaje local) o espacio divisorio marcado sobre los muros de la balsa, manteniendo las líneas rectas y paralelas de separación con el espacio vecino. Esta operación, que parece fácil, requería la correspondiente destreza, y aún si la tenías te la podía estropear el viento si soplaba de mala manera. El remedio, a veces, si no bastaba una caña o pértiga por tratarse de una balsa grande, era meterse hasta el cuello en el agua de fermentación y recomponer las líneas de separación hasta que la trabazón de las sucesivas capas de garbas asegurara el conjunto.

            Y tampoco pasaba nada. El agua ácida limpia más que la neutra, y el balsero, permítanme la broma, salía del baño muy aseado. Y como por entonces no había agua corriente y las duchas eran un lujo al alcance de pocos (que no solían ser precisamente los humildes balseros), al acabar la jornada, la gente, no toda, se lavaba como podía, y otros, ni eso, por que al día siguiente volverían a vestirse con la misma ropa y a empaparse de nuevo con lo mismo. Pero esto no era todo: Había hasta quien se lavaba los ojos por las mañanas cuando pasaba cerca de una balsa. Decían (esto no he llegado a creerlo nunca, más bien lo contrario) que era bueno para la vista. Lo que sí es cierto es que el agua superficial de las balsas en fermentación no produce escozor en los ojos, pues su pH es neutro, aunque a los pocos centímetros de profundidad se acerque al valor 5 de la escala de Sörensen.

            Llegados aquí, surge una pregunta fundamental y compleja: ¿Qué nos dice todo esto respecto de la acción directa del agua sobre la vida animal y vegetal del azarbe, y sobre su contacto con la piel humana, mucosas, heridas o llagas en los trabajadores? La respuesta, sin embargo, es simple: Que este agua no es tóxica ni infecciosa. Que puede carecer de oxígeno, de acuerdo, pero que la falta inicial de oxígeno es momentánea hasta que circula y se airea mezclada con la procedente del avenamiento y no mata por asfixia a la fauna y flora del azarbe, y que su acidez inicial se rebaja hasta valores inofensivos para la vida acuática. Y respecto al contacto con la piel, mucosas y heridas, los inconscientes niños que también nos mojábamos unos a otros correteando y jugando con aquellas supuestas malignas aguas mientras nuestros padres trabajaban en ellas hubiéramos sido, sin duda, los primeros afectados. Y tampoco nos pasó nada; por eso puedo contárselo.

            Y esto es lo que hay, pese a la leyenda negra del principio sobre los perjudiciales efectos en la salud pública de las humildes balsas de fermentar cáñamo. Compárese la realidad incontestable de los hechos, relatados al dictado de la experiencia y vivencias personales, con el estigma soportado durante siglos sin que nadie se molestara en limpiarlo. Acabemos, pues, consecuentes y a tenor del sanchopancismo adoptado más arriba, con un par de refranes, el segundo, modificado: “La ignorancia es muy atrevida”; y “Lo que está a la vista no necesita candil -ni libro que lo explique (añado), salvo para los que se perdieron la película-”.