Cada vez se emplean menos las locuciones latinas, y otro tanto ocurre con las frases escritas; los tiempos cambian, y el latín se estudia poco y se usa menos, lo que es una lástima, pues su conocimiento ayuda a comprender mejor la propia lengua, nuestro lenguaje de cada día, la mejor herramienta de comunicación humana. Pero hoy me van a permitir, si son condescendientes y tienen la suficiente paciencia, un pequeño desahogo tragicómico –o comitrágico, si quieren- trayendo a colación algunas de estas frases para ilustrar un asunto que lo merece: el de los escritos que se muestran córam pópulo (a exposición pública) en forma de lápidas, prensa, comunicados en redes sociales o simples carteles anunciadores, todo ello tratado sin el más leve miramiento cuando, por su formación académica, el metepatas de turno está obligado a dar ejemplo de sabiduría y corrección; y con la mayor comprensión y disculpas ad ignorantiam (a la ignorancia) del iletrado que escribe su propio cartel y lo cuelga de su fachada o escaparate para ganarse la vida.
Comenzando por los últimos, con unos brochazos sobre una tabla en forma de flecha, con la frase “al bate”, típica del quien escribe como habla, se indicaba en la puerta de un bar de carretera la dirección donde se hallaba el excusado. En otros carteles del grupo, pero con cuidadosa litografía profesional, he visto anunciar “sumieles”, carne de “avectruz”, “inteructores” eléctricos, “balletas” de limpieza, “cojer” turno para comprar, y hasta un epitafio fabricado en cerámica con un estupendo “desde que te asido” (querría decir “te has ido”, supongo). No me extenderé más: con la muestra es suficiente para saber quien no pudo ir a la escuela, o si fue alguna vez no le sirvió de mucho, incluido el que pagó al hacedor de carteles sin elementos de juicio para saber de la calidad del producto encargado y acabado.
Los del primer grupo son más peligrosos, pues ostentan como lujo el marchamo de lo que se entiende vulgarmente por cultura, y que a veces no es sino carencia de instrucción o sobrada dejadez de funciones. En lo privado he leído en el cartel de un centro médico que, entre otras operaciones, practicaban la “basectomía”. Aunque “hay gente “pa” “tó” -como dijo una vez Juan Belmonte refiriéndose a la ocupación de Ortega y Gasset-, dudo que alguien en su sano juicio piense que esa operación empieza por la base. También, en el vallado del solar público en una ciudad se leía “prohibido saltar la valla bajo el alcalde”, y separado casi dos metros de este cartel por un contrafuerte del muro se completaba con otro que decía “multa de mil pesetas”. Naturalmente, dando cierto orden a todas estas palabras se compone un mensaje correcto, pero no era este el caso. Y no crean que se corrigió pronto el esperpento, que duró años, que debió verlo el propio alcalde, y que sin duda se pagó con fondos públicos. Otro cartel, y este duele más por estar en parte escrito en latín, dice “plaza memorandun”. ¿Lapsus cálami (error de pluma), como dice el título de esto? No lo creo. Ni la “basectomía”, ni “la tapia bajo el alcalde”, ni el “memorandun” se justifican cuando por medio andan médicos y cargos públicos a quienes pagamos todos, a no ser que, como dijo alguien una vez, “a falta de hombres buenos hicieron a mi padre alcalde”. Y si “per fas et per nefas” (por una u otra cosa), que a veces ocurren cosas raras e imprevistas, se da un desaguisado así, hay que remediarlo en la primera hora aunque sea domingo o fiesta de guardar.
Recientemente, la prensa y otros medios de difusión nos han obsequiado con dos perlas formidables producidas por el primer grupo, el de los enterados (o al menos se les supone, como el valor al militar bisoño). El primero nos da cuenta del adiós de la concejal de cultura de Valencia despidiéndose del cargo mediante un escrito de diecinueve líneas con una treintena de faltas de ortografía. Esto se sale del lapsus cálami o simple error de pluma para entrar en la fase de cálamo currente (al correr de la pluma), como si la pluma corriera sola y sin control, pues se excusa en otro lugar con que lo escribió a altas horas de la noche, muy tarde, por lo que en este caso sería con el añadido de ab irato (arrebatadamente), es decir, con prisas y a lo loco. La segunda perla nos viene también de tierras valencianas, en este caso Alcira -ciudad que disputa con su vecina Carcagente ser la cuna de la naranja-, que lleva sufridas no sé cuántas riadas. Aquí el protagonista es un monolito recordatorio de hasta dónde llegó la riada de 1982, donde el picapedrero de turno, bajo la distraída mirada de las autoridades colocó, seguramente ad líbitum (a su gusto y voluntad -la culpa, ya saben: del maestro armero-), otra treintena de incorrecciones ortográficas, esta vez en valenciano, que tanto da. ¡Señor, qué cruz! Esto siempre se resolvió en los pueblos con una raya en la pared junto a un cartel que decía “hasta aquí llegó la “riá” del año nosecuantos”. No se gastaba una peseta, todo el mundo lo entendía, y ni alcaldes ni concejales sacaban la barriga por algo tan obvio y natural, por que, ¿saben con cuántas riadas nos obsequió nuestro río Segura entre 1545 y 1879?: pues nada menos que 136, una por cada casi dos años y medio. Se podían haber colocado otros tantos monolitos in memoriam (para el recuerdo), por que verba volant, scripta manent (las palabras vuelan, lo escrito perdura), para gloria de munícipes.
Pero como nihil nóvum sub Sole (bajo el Sol no hay nada nuevo), la cosa no es reciente, que viene de atrás, aunque no tan rancia que no tengamos memoria los mayores, y en este caso, de la máxima gravedad viniendo de quien viene, por que magíster dixit (lo ha dicho el maestro), y no un maestro cualquiera, sino la Consejería de Cultura, Educación y Ciencia, que en un texto para traducción por los alumnos del latín al castellano o al valenciano cometió catorce faltas de ortografía, alguna tan curiosa como el vocablo Hannibal (Aníbal en castellano), escrito dos veces, la primera correctamente, y la segunda, Hanibal, incorrecta, como se puede ver en la ilustración adjunta (La Verdad, 23-11-1989). Más, ¡ay!, que no he terminado, que ahí va la bomba final, por que diez años más tarde (Información, 20-06-1999, pág. 28), la alma máter studiorum (madre nutricia de los estudios, es decir, la Universidad), fue el tema de una viñeta firmada por Enrique donde se ve un encorbatado señor vestido de negro leyendo unos papeles, diciendo: “La Universidad de Elche utiliza para selectividad un texto en valenciano con 25 errores. Se estudia la posibilidad de que una de las pruebas de acceso para el próximo año sea la de detección de erratas”.
Confieso, pese al tono festivo y plagado de latinajos empleado, que no me gusta lo que acabo de escribir. Es muy triste. Estamos a la cola de Europa en educación, pero a esto, y más lejos tal vez, se puede llegar cuando se empieza perdiendo el respeto a los maestros y se acaba quitándoles la autoridad para enderezar conductas torcidas desde el principio, al estilo de los árboles. Según Lázaro Carreter, para dominar medianamente nuestro idioma se precisan unas dieciocho mil palabras, pero muchos de nuestros jóvenes se arreglan con poco más de mil para comunicarse con los artilugios actuales. No culpo a los ingenios modernos; gracias a ellos, como el ordenador desde el que escribo y me comunico con los demás, puedo hacer cosas impensables hace escasos años. La culpa debe estar en otra parte.