“LA HABITACIÓN IBÉRICA DEL CASTILLO DE COX… Y ALGO MÁS”. Rafael Moñino Pérez
“LA HABITACIÓN IBÉRICA DEL CASTILLO DE COX… Y ALGO MÁS”
Rafael Moñino Pérez
Presidente del Centro de Documentación, Investigación y Estudios Cojenses
JUEVES 17-05-2019
En el albacar de nuestro castillo tenemos la base de los muros de una habitación ibérica. Sus medidas son de 2’60 metros de ancho, y la longitud que tuvieran en su origen se desconoce porque los muros los corta la muralla en un ángulo de unos 45 grados. De ellos se conservan, en el de más al Norte, 4 metros, y en el otro 5’50. Esta habitación se supone que debió formar parte de una vivienda más espaciosa, posiblemente de una de las varias casas que ocuparían la cima y laderas del monte en un momento que podemos situar entre 1.200 y 1.500 años antes de la construcción del castillo durante la época almohade.
El aspecto de esta obra pudo ser parecido al que representa el estupendo dibujo adjunto que debemos a la gentileza del pintor D. José Vicente Coves, quien partiendo de un pobre boceto que le envié –soy un pésimo dibujante- ha realizado casi una obra de arte. La construcción debió estar formada por muros de adobe sobre una base de mampostería de piedra, con techumbre de cañas o cualquier otro material cubierto de barro, sostenido todo ello por resistentes vigas de rollizos de olivo, vigas que el olivo puede producir de varios metros de longitud sin apenas ramaje cuando, sin podas, se le deja desarrollarse en libertad, pues desde la base brotan multitud de tallos que crecen de forma apiñada.
Las casas de nuestros antepasados iberos, por lo que sabemos de ellas, eran bastante parecidas a las de nuestras tradicionales fincas agrícolas y ganaderas, puesto que la agricultura y la ganadería fueron su principal medio de vida. Aparte de esto había muy buenos artesanos en orfebrería, escultura, metalurgia y cerámica (ya usaban el torno de alfarero). Era también un pueblo guerrero y especialmente celoso de sus armas, pues prácticamente todos los varones las tenían, las usaran o no, puesto que en sus tumbas aparecen habitualmente formando parte del ajuar del difunto. Destacaban entre ellas la temible falcata, una espada corta con la que, además de acuchillar, merced a su peculiar curvatura se podía golpear al contrario casi con la misma efectividad que si fuera un hacha; y también el soliferro, lanza parecida al chuzo que llevaban antiguamente nuestros serenos, fabricada totalmente de hierro, y por cuya especial forma del primer tercio de la misma era capaz de atravesar el escudo del contrario y herirle a través de él.
En cuanto a la agricultura, la mayoría del utillaje agrícola -azadas, legones (el legón es herramienta de regadío), hoces, podones, arados, ganchos para manejar estiércol, etc.-, por lo que podemos observar en los museos de arqueología apenas ha variado desde entonces a hoy, pues ni romanos, visigodos ni árabes lo modificaron sustancialmente. También conocían las ventajas de la alternativa de cultivo leguminosa-cereal, que hoy sabemos que se debe a que las leguminosas, por simbiosis bacteriana, enriquecen el suelo en nitrógeno.
De la escritura ibera se conservan bastantes textos, sobre todo en placas de plomo, y aunque su grafía es muy semejante a la que usamos en cualquiera de los actuales idiomas europeos y podamos leer sus palabras, desconocemos casi totalmente su significado.
EL CASTILLO DE COX EN LA LITERATURA RECIENTE
Aprovechando que, aunque de modo arqueológico-literario, estamos en la cima del cerro donde hubo un pueblo y una cultura que lo habitó en una época anterior en más de un milenio a la construcción del castillo amurallado que hoy lo ocupa, quiero comentar algo de lo que sobre el castillo de Cox se dice en el libro “GUARDIANES DE PIEDRA. LOS CASTILLOS DE ALICANTE”, volumen editado hace poco más de dos años, donde se recoge una estupenda colección de fotografías ilustrativas que se ofrecen en una exposición itinerante de los castillos y fortificaciones de la provincia de Alicante, y cuyo texto aporta también abundantes datos históricos y detalles sobre estas obras defensivas. Es, en conjunto, un buen libro, y con la cortesía añadida de que contiene al final un resumen de veinte páginas con texto en inglés e ilustradas con fotografías de tamaño reducido.
Pero como en toda obra descriptiva de territorios y construcciones es lógico que haya errores, y resulta que yo he encontrado algunos sobre el castillo de Cox, paso a señalarlos y mostrar mi disconformidad sobre ellos.
En primer lugar diré que la situación ha mejorado algo respecto a tiempos pasados, pues de tener en Cox solo un “palacete del siglo XV”, nombre dado al castillo y que ha hecho historia, bautizado así por D. Rafael Azuar Ruiz hacia 1980 (que al parecer solo debió ver la parte central deteriorada por el abandono), ya tenemos al menos el reconocimiento de que allí hubo antes un castillo que fue comprado por Juan Ruiz Dávalos a la familia Togores, y también que se obtuvo permiso del rey Juan II de Aragón para realizar obras de restauración entre 1450 y 1466. Bueno, por lo menos, si se reconoce que había un castillo, me ahorraré entrar en detalles sobre sus condiciones como arma militar erigida en época almohade. Pero debo empezar puntualizando que las obras de restauración en el periodo que cita el libro no debieron prolongarse los 16 años que median entre ambas fechas, sino que se hicieron en el mismo año 1466, pues cuando en 1430 consta que Bartolomé Togores y Brizuela, además de jurado de la ciudad de Orihuela era Señor de Cox y su castillo, ya debía estar bastante deteriorado porque solo 36 años después, en poder de Ruiz Dávalos, hubo que restaurarlo a toda prisa para evitar correrías y latrocinios tanto de moros granadinos como de cristianos castellanos de la cercana Murcia, que entraban en la Gobernación oriolana por el desguarnecido corredor Oeste entre La Matanza y Abanilla.
En el plano de planta que publica el libro en la página 25 figura el titulado antemural islámico, que aunque se le llame así en el plano, en realidad es lo que queda de una sólida muralla de piedra y argamasa con un espesor mínimo de 1’50 metros reforzada por seis contrafuertes, indicando con unas flechitas que la aproximación a la puerta de la muralla ha de hacerse recorriendo obligatoriamente un angosto tramo en forma de L tumbada, sistema habitual de ingreso, para evitar el uso de arietes, en las fortificaciones antiguas carentes de foso y puente levadizo. Nos puede parecer escaso el espesor de la muralla, pero si tenemos en cuenta su solidez y que, a partir de ella, la pronunciada pendiente del monte alrededor de la cima haría extremadamente difícil batirla con la instalación de catapultas -la artillería de la época-, sus condiciones defensivas son suficientes.
Pero no todo es trigo limpio. Todavía, en este mismo plano de planta, el castillo viste el sambenito de “palacete” en su área principal (que incluye, enfrente, la ermita de Santa Bárbara como evidente muestra de inserción cristiana en la restauración de 1466), y en el texto se leen calificaciones como “Castillo-Palacio de Santa Bárbara o de Ayala”, “residencia palaciega”, “palacio”, “domus”, “domus maior”, y “potente domus maior” señorial. O sea, señorío, potencia y grandilocuencia de alto copete –latines incluidos, a los que se responderá- para nominar nuestro castillo. Por supuesto, respeto la opinión de los doctos autores de estas expresiones, pero como algunas me parecen inadecuadas, otras empalagosas, y las más, inciertas, diré lo que pienso de ellas.
Del conjunto de estos títulos, el único adecuado, y por el que lo hemos conocido siempre es el de Castillo de Santa Bárbara (para el vulgo, castillo de los moros). Lo de Ayala es una invención cuya autoría desconozco (también la desconoce quien más sabe de la historia de Cox, nuestro Cronista Oficial Patricio Marín). Tal vez –es una posibilidad, quién sabe- por figurar el vocablo Ayala en un nefasto cartel de pésima redacción y datos poco acordes con la verdad al comienzo de la subida al castillo por el camino del Vía Crucis, quizá alguien lo haya copiado y lastimosamente trasladado, sin más averiguaciones sobre su veracidad, al citado libro.
En cuanto a lo de palacio, palacete y residencia palaciega, diré que el señor de Cox -que vivía en Orihuela- no tenía necesidad de tal morada en tan incómodo lugar a 71 metros de altura y difícil acceso para la época. Si prefería vivir en Cox, poseía un palacio cuyo solar ocupa en parte el actual Ayuntamiento, palacio que uno de sus descendientes del mismo nombre cedió para uso conventual a los carmelitas calzados en 1611, edificándose por ello otro nuevo en la antigua calle de Cox-Viejo, donde nació precisamente en 1780 el más ilustre personaje de su dinastía, Don Joaquín José Melgarejo y Saurín. De este segundo palacio, que fue derribado en la segunda mitad del pasado siglo, diré de paso (casualidad obliga) que por haber nacido yo también en esa misma calle a pocos metros de él, lo conocí bien por dentro. Tampoco casa muy bien la necesidad que pudiera tener el castillo cojense de una pomposa residencia para, como se ha dicho antes, reprimir correrías y algaradas de moros y cristianos por el flanco Oeste oriolano, sino lo necesario para albergar fuerzas comandadas por alcaides de designación real, uno de los cuales, Joan Morales, consta que ocupaba este cargo en 1605, así que lo de domus maior señorial debería cambiarse por domus castri o domus oppidi, porque fue esencialmente militar -y para eso se restauró a toda prisa- la función del castillo.
También se dice en el texto que “está dotado de bodega”. Sobre esto, aparte de ser un elemento impropio de un castillo musulmán, confieso mi asombro si, como lógicamente supongo, se refieren al sótano, que sería el lugar idóneo, pues me extraña que el acceso a una bodega sea un estrecho agujero que, aunque agrandado un poco en la restauración del castillo en 1992 (de la que luego hablaré), sigue siendo estrecho porque apenas cabe una persona o una garrafa, nada de tinajas ni toneles para caldos espirituosos. Montesinos, entre las cosas que escribió cuando visitó el castillo en 1795, habló textualmente de “almenas, garitas, miradores y fuertes calabozos construidos sobre peña viva, donde se colocan los reos de consideración y peligro”. Hubo, en efecto, y puede que Montesinos conociera el caso, un preso de consideración, aunque no de peligro; un prohombre de Cox llamado Antonino Pacheco Balboa, que fue multado y encerrado allí el 23 de Octubre de 1768 por obstrucción a la justicia (Patricio Marín, 2009, 218). Pero la realidad es que este sótano ni era bodega ni fuerte calabozo, aunque pudo servir de prisión por un día según cuenta Montesinos, sino que era, simplemente, lo que por imprescindible no puede faltar en ningún castillo: el aljibe.
Este es mi humilde parecer sobre lo visto en el citado libro, pero no porque me parezca bien o mal opinar de esta manera, que sería irrelevante, sino porque resulta que lo que he dicho hasta aquí está documentado; así que, tonterías, las menos. Cosa distinta es escribir al tuntún sin informarse debidamente, y quienes así lo hagan, ei videbunt.
Termino con el anunciado comentario a la restauración del castillo en 1992, de la que el libro muestra cuatro fotografías, una anterior a la restauración y tres posteriores. En esas tres puede verse el resultado de la desastrosa actuación de D. Santiago Varela Botella, porque el parecido con lo que se veía a principios del siglo XX es menor que el que ahora tiene con las defensas de la Línea Maginot. No quiso reponerle sus almenas porque -según él- no había testimonios gráficos. Entonces se le enseñó una fotografía de 1904 en la que las almenas, de estilo árabe, se pueden milimetrar, pero, al socaire de lo que se dice en “Las Mocedades del Cid”, su tozuda postura consistió en “defendella y no enmendalla”, y no hubo almenas (las de pequeño tamaño que muestra el libro en las fotos tras la restauración consisten en un artificio de quita y pon que se fabricó para mejorar algo su aspecto). Pero –quizá para compensar- a la entrada y en el interior sí hubo derroche en detalles propios de un castillo árabe; a saber: cambio del arco original de medio punto por un dintel; puertas de acceso de barrotes de hierro a diferencia de las anteriores de madera claveteada; escalones metálicos en el patio para acceder a la zona habitable; puertas interiores de cristal, y pinturas de chillones tonos discotequeros en las paredes. Mala suerte la del castillo cojense. Más como -y que cada palo aguante su vela-, tanto de las inadecuadas denominaciones palaciegas del castillo de Cox por un lado, y de su aspecto de búnker y decoración por otro, hay constancia fidedigna de sus responsables con nombres y apellidos, así será recordado cuantas veces sea preciso. Y ésta es una de ellas.