Está de moda el animalismo, entendiendo este vocablo bajo la acepción de preocupación por los animales. En algún medio de comunicación, que lamento no recordar, he oído llamarles animalistas, lo cual, como derivado, sería bastante propio para designar a los partidarios o implicados en dicha preocupación. Usaremos, pues, en este sentido, la definición de animalistas aunque sea contraviniendo al diccionario, donde animalismo significa animalidad, y animalista el artista que pinta o esculpe figuras de animales.
La actitud animalista, con la que en principio estoy de acuerdo como amante también de los animales, sobrepasa a veces límites que no debiera, el más grave, el de alegrarse de la muerte de personas, como se ha visto en el reciente caso del torero Víctor Barrio, en algunos casos manifestando simplemente complacencia o alegría por la muerte del torero, y en otros, como el de una concejal de Catarroja, señalando el lado positivo de su muerte porque dicho torero no volverá a matar más toros. Tales posturas, de extremada mezquindad y bajeza moral, se califican por sí mismas. Personalmente, aun considerando un arte el toreo, no asisto a las corridas de toros. Tampoco voy al fútbol a contemplar la habilidad de patear y embestir con la cabeza a un balón, pero respeto por igual a los aficionados de ambos espectáculos y no se me ocurre pedir su desaparición, pues a entrambos grupos les asiste la misma libertad de hacerlo como a mí de lo contrario. Sí practico, porque me gusta y lo llevo en los genes, la caza, y dicho esto en el segundo párrafo de este escrito, desde este momento me imagino y considero objeto y pieza de cobro por parte de la inquina animalista, lo cual, dicho sea de paso, les aseguro que me importa una higa y que pueden contar con mi absoluta indiferencia, que no llega al desprecio, pues no desprecio a nadie aunque me desee, como a Víctor Barrio, la muerte por un disparo de escopeta, que sería lo propio. Amo a los animales, pero no tengo por qué hacerlo al estilo cerril de algunos de los llamados animalistas, y mi amor por la fauna es perfectamente compatible con mi afición a la caza, algo que explicaré debidamente a los que sigan leyendo hasta el final.
Pero antes de hablar de la caza y otras cosas, quiero relatar, con hechos, no con teorías, las nefastas consecuencias que puede acarrear el animalismo mal entendido. Por la tradicional afición al tiro de pichón en sus diversas modalidades, por los cielos españoles volaban antaño millones de palomas zuritas criadas en palomares de grandes y pequeñas fincas agropecuarias. Como actividad ganadera constituía un importante ingreso complementario en la cuenta de explotación de las empresas a cambio de un gasto y atenciones mínimas. Las palomas, además de proveer de materia a dicha actividad deportiva eran también un importante recurso alimentario para las aves rapaces y la fauna carroñera terrestre, esta última como merodeadora nocturna de los alrededores de los polígonos de tiro, consumiendo las palomas heridas o muertas fuera de cobro. Hoy, ya no hay palomas, salvo las inevitables testimoniales asilvestradas. Su carne no es rentable; los palomares se derrumban de vejez y abandono, y las fincas han perdido una saneada fuente de ingresos. La fauna silvestre, especialmente esas rapaces diurnas y nocturnas que tanto encandilan a ecologistas y animalistas (y también a mí) ha perdido una de sus principales fuentes de alimentación. La pregunta es obligada: ¿Quién ha matado a esos millones de palomas? Las escopetas no han sido, pues paradójicamente, eran las que las mantenían vivas. Búsquese la respuesta en otro lugar, que por cierto es bien sencilla: Los culpables de la muerte de las palomas no han disparado un tiro para hacerlo, pero su actuación ha sido mucho más letal que los perdigones.
El próximo en la lista es el toro de lidia. Este bóvido, junto a sus congéneres de razas de labor, de aptitud lechera o cárnica, no lo produce la naturaleza: es un producto humano, como lo es el ingente número de razas de perros, cerdos, ovejas, cabras, gallinas y el largo etcétera de aves y mamíferos que nos sirven, alimentan, acompañan y recrean. Tampoco la inmensa mayoría de plantas que consumimos (cereales, frutas y hortalizas entre ellas) existen de modo natural tal cual las conocemos, y hay que ser a veces un especialista para reconocer a muchas de ellas en su estado silvestre, pues poniendo un par de ejemplos, la dulce lechuga y la culinaria alcachofa, en estado silvestre son dos plantas incomestibles, la una por su insoportable amargor, y la otra por tener los pinchos más largos y afilados que los cardos borriqueros. Todo esto, insisto, son logros pertenecientes a la intervención humana desde que dejó el nomadeo, se estableció y comenzó a domesticar especies de vegetales y animales, entre ellas el toro de lidia, ese hermoso animal esculpido pacientemente a partir del uro salvaje, que vive plácidamente varios años en las dehesas y muere con honor en el ruedo sin la ignominia del matadero. El sarcasmo de los animalistas ha llevado hasta protestar por la presencia de un toro cebado a pico de rey en un escenario madrileño, aduciendo motivos de sufrimiento por parte del cebón. ¡Pobres almas compasivas ante el sufrimiento animal! Quisiera algo de esta compasión para los no nacidos humanos en las clínicas abortistas, arrancados de los vientres maternos y triturados después con destino al sumidero. Pero no: Prohibamos las corridas de toros y hagamos desaparecer, como si fueran palomas, miles de toros de la faz de la tierra. Y de paso, que nadie se meta con los partidarios del aborto libre y gratuito, bajo cuyo eufemismo falaz de interrupción del embarazo se pretende disfrazar no que no es más que un asesinato: Llamemos las cosas por su nombre, pues solo se interrumpe lo que se puede continuar después.
No acaba aquí la lista. Volviendo a las palomas, ya se barrunta la opinión de que la colombicultura deportiva es netamente machista y debería prohibirse, pues ¿qué otra cosa es sino puro machismo la suelta de una sola hembra para ser perseguida y acosada por docenas de machos pretendiendo todos a la vez aparearse con ella? ¡Pobre palomita, estigmatizada además con una pluma de colores atada a su cola para hacerla más visible! ¿Qué dirán de esto los feministas? Os apoyarán, seguro.
¿Y las palomas mensajeras? Alejadas cruelmente de sus nidos a largas distancias, han de afrontar en la travesía de regreso el esfuerzo, sufrimiento y peligros de todas clases lastradas con mensajes atados a sus patas. Tiemblen también los acuariófilos y canaricultores que gozan encerrando en cárceles de agua y alambre a los inocentes peces y pajarillos objeto de su diversión. Y los pescadores, que torturan con anzuelos de acero a los peces o los sacan del agua con redes para que mueran asfixiados. Y así podríamos seguir. Hay mucha faena por hacer, queridos animalistas.
Pero volvamos atrás, al asunto de la caza, otra de las principales enemigas a combatir junto con los cazadores, yo el primero. De ella he dicho que la llevo en los genes, y también digo que, mal que les pese, los animalistas también, solo que les sale por la vena estrecha y en otra dirección. No me voy a remontar a dos o tres millones de años atrás cuando los primeros homínidos nos pusimos de pie para ver a mayor distancia donde podíamos “comer sin ser comidos”, en acertada expresión de Félix Rodríguez de la Fuente, ni tampoco a los ochocientos milenios del Homo antecessor de Atapuerca; voy a mirar más de cerca, al Paleolítico de los últimos cien mil años. Estos cien milenios, que nos pueden parecer largos de transcurrir, si los reducimos a un solo día resulta que veintitrés de sus horas las hemos pasado deambulando de aquí para allá cazando, pescando y recolectando vegetales y pequeños bichos comestibles, y que en la hora veinticuatro decidimos que había llegado el momento de establecernos en un lugar fijo y empezar a domesticar animales y plantas para hacer más llevaderas la necesidades alimentarías y depender cada vez menos de la actividad venatoria, que nunca dejó de acompañarnos, aunque hoy esté relegada o considerada como actividad deportiva, pues, en la escala de tiempo fijada como ejemplo, solo en las últimas décimas del último segundo hemos hecho la revolución industrial y agrícola responsables de nuestra situación actual, la que en un futuro bastante lejano nuestros genes incorporarán a su código, porque hoy la información que almacenan tiene mucho que ver con la caza y poco con las máquinas. ¿Sabían esta parte de la prehistoria e historia humana los animalistas? Supongo que los ilustrados, sí, salvo que hayan pasado por el bachillerato sin enterarse de ello; y los demás, sépanlo. Pero los que lo sabían, deberían ser consecuentes; y los que ahora lo saben, también.
A modo de colofón, acabo con un texto ajeno que puede servir reflexión. He citado de pasada a Félix Rodríguez de la Fuente, el llamado con toda propiedad amigo de los animales. Supongo que mis queridos animalistas -más arriba he dicho que también lo soy, aunque no a la manera de los que desean o se alegran de muertes ajenas- no considerarán sospechoso de lo contrario a tan eminente defensor. Pero Rodríguez de la Fuente no fue fanático animalista, sino un científico responsable y con la cabeza mejor amueblada de lo que algunos creen, porque según sus palabras aprendió a amar a los animales precisamente a través de la caza. Vean el párrafo que sigue, copiado literalmente del prólogo de una enciclopedia de caza
“Cuando un naturalista que dedica la vida al estudio y protección de la naturaleza toma la pluma para prologar una enciclopedia de caza, necesariamente ha de hacerse
una pregunta. ¿Es justo que el zoólogo, el proteccionista, el amigo de los animales, abra las páginas de un libro que, de manera tan rigurosa como atractiva, describe las técnicas de la persecución, el acoso y la muerte de las criaturas salvajes? El naturalista, con toda sinceridad no tiene más remedio que responderse a sí mismo afirmativamente: puede y debe introducir al lector en las artes venatorias. Primero, por que él mismo llegó a conocer y a querer a los animales siguiendo las venturosas sendas del cazador. Y, sobre todo, por que la caza, lo que los científicos llaman la predación, ha venido constituyendo el resorte supremo de la vida desde que ésta apareció sobre nuestro planeta. Por que el cazador, si mata siguiendo las rígidas e inmutables leyes que ha impuesto la naturaleza a la gran estirpe de los predatores, regula con su acción, y dirige, al mismo tiempo, el complejísimo concierto de las especies: el equilibrio entre los vivos y los muertos”.