Desenvaina la espada, con violencia. ¡Fiel espada, triunfadora,
que ahora brillas en mi mano!
Al público. Perdón: El Huésped del Sevillano
se me coló en mala hora.
A la espada,
con arrobo. Fiel espada, digo, que tu acero
tantas veces desnudado yo blandí
defendiendo mi razón, y conseguí
la divisa de valiente y pendenciero.
Cual conviene a espadachín de casta noble
tu equilibrio y proporciones son señeras,
pues lo mismo que en la esgrima te superas
también sirves como espada de mandoble.
Es celeste, cual aurora boreal,
tu destello fulgurante, fluorescente.
Tus adornos damasquinos, exponente
de un magnífico proceso artesanal.
Que el artista que en su fragua te forjó
puso en ello, de manera prevalente,
sus secretos para el logro de tu temple
que a la escuela toledana superó.
La dureza de tu acero es comprensil
del diamante que cortara la vidriera,
y, hasta un lerdo al contemplarte, presintiera,
que tu acero no es acero de candil.
Tu afilado, sin igual, es tan cortante
como lasca cegadora de obsidiana,
y, de un tajo, cortarías, cual manzana,
la cintura poderosa de un gigante.
Aparte. (¿No estaré exagerando en lo del tajo?)
A la espada. En tu puño entrecruzan su belleza
taraceas de rubíes y topacios;
y en tu cruz se disputan los espacios
el zafiro, la amatista y la turquesa.
Tus estrías campean primorosas
inscripciones de leyendas singulares,
dominando los espacios estelares
del valor mensajeras ostentosas.
Una dice, como un reto: “Por tu madre,
no me enfundes sin honores”. Otra, reza:
“Lucha siempre con ardores, sin pereza,
por la patria, por tu honor y por tu padre”.
Vuelve a tu recia funda, noble espada;
sienta el tahalí tu justo peso,
Besa la espada. y, aun a riesgo de ser cursi, yo te beso,
y lo dicho y lo redicho quede en nada.
Enfunda la espada y sale por el lateral izquierdo. Seguidamente entra por el lateral derecho Doña Inés, portando el bolso, del que saca una polvera y se empolva la nariz. Comienza el soliloquio muy apenada y compungida, pero con resolución.
Doña Inés: Dios mío, qué desdicha,
qué tragedia singular.
Si este asunto no se arregla
un soponcio me va a dar.
¡Cómo se puso mi padre
con el pobre de Don Juan,
que quedó tan arrumbado
como cofre en un desván!
Al público,
con desparpajo. ¿Los motivos? Ya lo han visto:
tapatín, que tapatán.
Y ninguno juega al fútbol,
que lo ven desde el sofá.
Para sí. ¿Cómo se les come el coco
deporte tan especial
que entre primas y fichajes
se maneja un dineral?
No lo entiendo, no lo entiendo;
me parece una bobada
que si el “hincha” está contento
dependa de una patada.
Y mi padre, ¡cómo grita
al ver la televisión!
Si su equipo marca goles
se desborda su pasión.
Pero, en cambio, cuando pierde,
recrudecen sus enfados,
perjura como un plebeyo
y hasta azota a los criados;
echa espuma por la boca
y muge como un becerro,
y dice cosas terribles
de un señor que va de negro:
que su señora le engaña
por activa y por pasiva;
que su madre fue una dama
con la moral distraída;
(que su padre fue cornudo
de lo dicho se deriva).
Para mí, es un disparate
tanto gasto de saliva.
Y mi Don Juan, ¡pobrecillo!,
si padece de lo mismo
y su equipo colchonero
le produce fanatismo.
Pero no. ¡Ah! Mi Don Juan
es sereno y apacible,
comedido, mesurado,
educado, bonancible,
noble, guapo, justo, recto,
recio, suave y atrevido.
¡Ay, tan solo de nombrarle,
el pavo se me ha subido!
Seguro que al fútbol va
con su semblante impasible
y concede a la victoria
la sonrisa imperceptible.
Y que, en caso de derrota,
a lo más que llegará
es a decir: -Bueno;
otra vez se ganará.
¿Por qué, digo yo, por qué
no serán aficionados
al ajedrez o al parchís
que son juegos reposados?
El parchís es juego leve,
distraído y delicado,
con las fichas que se mueven
a las órdenes del dado.
Todo consiste en guiarlas
por un angosto sendero
y, con cuidado, llevarlas
hasta el centro del tablero.
Cuando en la misma casilla
hay dos fichas diferentes,
lo mismo que un cazador
matan una y cuentan veinte.
Y en estar las cuatro fichas
en el centro reunidas
se disfruta con la dicha
de vencer en la partida.
Y si el parchís es un juego
leve y bonito a la vez,
es más serio, desde luego
el juego del ajedrez,
pues parece una batalla
(parece, pero no es)
y si la estrategia falla
es un pequeño revés.
El ajedrez es un juego
elegante y refinado,
donde el campo es un tablero
y las piezas los soldados:
alfiles, torres, peones,
caballeros y realeza.
La batalla es cerebral
desde el momento que empieza,
pues se resuelve sin daño
algo que, de otra manera,
en la guerra serían muertos
y aquí piezas de madera.
Otros deportes existen
que no constituyen vicio.
Pongo, por caso, la caza,
de saludable ejercicio:
La caza es deporte sano,
adecuado a la nobleza,
con sus realas de perros
tras el rastro de la pieza.
Suenan cuernos, recias voces
de ojeadores entrenados
que sacan de sus encames
jabalíes y venados.
En sus puestos, les esperan
cazadores avezados,
con los nervios en tensión
y los rifles preparados.
Y luego viene la fiesta
y el reparto de las piezas,
y a los buenos tiradores
les entregan las cabezas.
Del jabalí, los colmillos,
que navajas son llamados,
se dan a los cazadores
por quienes fueron cazados.
De los ciervos, es la cuerna,
el premio más apreciado,
y en el dintel de la puerta
se suele ver colocado:
De este forma, se distingue,
en los veranos e inviernos,
la casa de un cazador
por la señal de los cuernos.
Pausa. Pone una mano
en la barbilla, pensa-
tiva. La retira y con-
tinúa. Y, digo yo: ¿A qué divago,
desatino y desvarío
sobre juegos y deportes
cuando esto no es lo mío?
¡Lo mío es mi pena, mi cuita,
mi pesar, mi desazón,
mi amargura, mi tormento,
mi dolor de corazón,
Elevando la voz. mi Don Juan, su galanura,
su elegancia, su figura,
su bizarra compostura
Gritando. que de amores me saturaaaaaaaa!
Pausa. El Comendador aparece entre bastidores, sin que lo vea Doña Inés. Ella prosigue con voz suave, melódica y reposada, con una mano en el pecho al principio.