Me llamó gratamente la atención el pasado 26 de Septiembre la primera cuarteta de la letra de una canción interpretada por un conjunto jiennense en el programa “Agropopular” que dirige César Lumbreras en La Cope. Decía así:
En el surco de la vida
el arado se lamenta
por que ya no hay quien le cante
ni quien lo hunda en la tierra.
Me llamó la atención, repito, por que aparte la influencia o simbolismo que pueda encerrar el mensaje de estos versos en la vida de cada cual, su origen radica en un hecho que seguramente muchos jóvenes desconocen, y es la antigua y extendida costumbre de cantar el gañán mientras araba, mientras hundía la reja apretando la esteva de su arado contra la tierra. Hoy, el joven tractorista encerrado en la cabina de un moderno tractor, seguramente con aire acondicionado, y posiblemente guiado por sistema de posicionamiento global (GPS), y tal vez acompañado del sonido atronador de su música favorita, y equipado además con arados que se hunden a voluntad regulados por sistemas automáticos de profundidad, tiene muy poco que ver con los cantares de sus padres y abuelos agarrados a la esteva. No cantaban sus ascendientes, como dice la copla, al arado, hierro y madera al fin, si no a sus animales, a sus mulas o a sus bueyes. Parecerá una tontería cantar a las bestias, pero la sabiduría ancestral del labrador le incitaba a acompañar su trabajo con el canto bajo el convencimiento de su utilidad, y no por aliviar su propio tedio de recorrer la parcela una y otra vez surco tras surco. La voz cadenciosa, a veces susurrante, de sencillas canciones en tonos menores era relajante para los animales, cuya sensibilidad y finura de sentidos superan en mucho a los de los humanos, y aunque por su naturaleza equina o bovina hubieran sido entrenados para poner su fuerza al servicio de su amo, la circunstancia de este esfuerzo no dejaba de ser un sufrimiento que cualquier ser animado hubiera rechazado en su medio natural. Más la voz armoniosa del gañán, tan diferente de la que manifiesta el enfado que precede al castigo cuando reclama mayores esfuerzos, contribuía, sin duda, al mejor rendimiento y desarrollo de la tarea. Por que el gañán, por supuesto, conocía a la perfección sus animales, y también el estímulo adecuado a emplear para cada uno en cada caso, y cuál de las dos bestias, si se trataba de una yunta de bueyes, debía portar en solitario, en su testuz, el yugo que intentaba torcer su cuello cuando, por la estrechez del sendero hasta la parcela, había que caminar en fila india portando el arado al hombro el propio gañán, especialmente pesado si era de vertedera reversible. Todo, en suma, tenía su sentido en la relación hombre-animal para logar el fin apetecido. Y los cantares, aprendidos de sus mayores o improvisados por ellos mismos, aunque olvidados en este mundo mecanizado y ruidoso que nos toca vivir, eran -quede constancia- su esencia espiritual, su perfume.