Mi generación, la de los jubilados actuales, es una generación superviviente del calor. Somos también más cosas como las que diré al final, pero voy a ceñirme en principio al anuncio de las olas de calor que un verano sí y otro también nos anuncian los meteorólogos actuales. Este año, por lo visto hasta ahora, la ola ha sido continua, pues cerca de la Navidad como estamos, todavía alternamos los días con la quita y pon de la camiseta, dudando también entre ponernos al sol o a la sombra. Recuerdo –por casualidad apunté la fecha- que entre los días 21 y 25 de Julio de 2004 nos vino una de estas olas que no lo fue tanto como pronosticaron los meteorólogos, y que además de rancia en el tiempo, fue insignificante con la del año actual.
Antes, remontándonos por ejemplo a la década 1950-60, el calor venía tan intensamente como ahora, pero sin avisar. Tampoco se había inventado esta acepción de la palabra ola, que entonces solo significaba avalancha de agua y poco más, pero que hoy se aplica a casi todo, incluida la corrupción de políticos y capitostes, que ya son ganas de calificar. Recuerdo que la primera vez que se aplicó no fue para el calor, si no para anunciar una invasión de frío polar. El hombre del tiempo (hoy también mujer del tiempo) no salía anunciando estas cosas en la tele (no había tele, aunque el invento circulaba ya por otros países). Los partes meteorológicos de Radio Nacional se podían poner perfectamente en duda sin que se sonrojaran sus autores por su escaso porcentaje de aciertos. Cuando por fin llegó Mariano Medina a la pequeña pantalla y nos explicó lo de las isobaras y los anticiclones, la cosa cambió algo, aunque Mariano, hombre profesionalmente honrado donde los hubiera, decía que hacer pronósticos a plazos mayores de 48 horas eran ganas de exponerse a patinar, y valga el ejemplo de que un colega suyo, Eugenio Martín Rubio, que compartía la labor de comentarista del tiempo con él, apostó el bigote a que llovería en Madrid en cuestión de pocas horas, y se lo tuvo que afeitar, pues no cayó una gota. Todo esto llevaba irremediablemente a encomendarse a lo de siempre, o sea al almanaque alcoyano, que dicho sea de paso acertó plenamente en su pronóstico para la fecha de la boda entre el príncipe Don Felipe y su prometida Doña Leticia, hoy felices esposos y reyes, por lo que si la Casa Real se hubiera molestado meses antes en consultar dicho almanaque se hubiera ahorrado más de un sobresalto, pues llovió con ganas y la boda se deslució un tanto.
Los antiguos calores a los que me refiero te pillaban, como se ha dicho más arriba, sin avisar, y generalmente trabajando. Y encima teníamos el tormento añadido de las moscas, que las había a millares por las casas, ya que abundaban los estercoleros donde criar y escaseaban los insecticidas. Salvo unos pocos privilegiados que podían ir a la playa, pues el turismo era escaso y los españoles podíamos veranear poco (los no pudientes, claro), el calor te pillaba de dicha manera, y puede que hasta segando cáñamo, considerado el trabajo más penoso de la huerta, recalzando algodón, o en faenas de obrador como el rastrillado de cáñamo. A este respecto tengo que añadir que al que suscribe le pillaron sucesivas olas de calor ocupado en todas esas tareas, pero seguramente la ignorancia del peligro parece evitar sus consecuencias, pues es obvio que sobreviví.
Como tampoco nos podían dar consejos por la tele para hidratarnos, la gente bebía agua del botijo cuando podía, se cubría la cabeza con un sombrero de palma y buscaba la sombra para echar la siesta. Por supuesto, no usaba cremas protectoras de tal o cual factor, pues no sabíamos lo que era un melanoma, ni teníamos claro eso de los rayos ultravioletas, ni lo del agujero en la capa de ozono, pero sabíamos lo esencial: que el Sol quemaba como un demonio y que eso no era nada bueno, algo que parece se ha olvidado a la vista de tantas barrigas caneándose al Sol como barbechos, así que logramos sobrevivir por nuestra cuenta y un poco de sentido común. Ahora, rizando el rizo, se achacan muchas muertes a las olas de calor, mas entonces, como no había estadísticas fiables, la gente se moría solo cuando le tocaba o la enfermedad era mortal de necesidad, con calor o sin él. De todas formas, aunque esto siga así por ahora, que digan lo que digan es lo normal salvo pérdida de la memoria histórica reciente, los científicos preconizan que nuestro planeta va camino de una nueva glaciación (si no lo hacemos explotar antes, claro), aunque en el intermedio, mientras llega el fresco preglacial, también dicen que el desierto del Sahara puede extenderse hasta Galicia; mas no debemos preocuparnos, por que dentro de los setenta u ochenta mil años que dicen faltar para que eso ocurra no estaremos aquí para verlo, y los que vivan entonces ya se las apañarán a su buen entender sin nosotros.
Al principio he dicho que los jubilados somos algo más que supervivientes del calor. También, los setentones y ochentones de hoy, además de redundar y estorbar a los jóvenes, somos especiales transgresores de las normas biológicas y culturales, pues tenemos carnet de conducir, empezamos a trabajar muy pronto, fuimos poco a la escuela, pero nos hemos formado en cosas prácticas. Y además, como gracias a los avances de la medicina somos más duraderos, podemos alargar también nuestro periodo de aprendizaje y llegar hasta a manejar ordenadores, si bien, todo hay que decirlo, con menor destreza de la que tuvimos con la azada, la hoz y la esteva del arado.
En Abisinia –esto no tiene que ver nada con el calor-, país pobrísimo y mucho más atrasado que el nuestro, circula el dicho de que cuando un viejo se muere es como si se quemara una biblioteca. En el nuestro, más moderno y con nivel de vida semejante al resto de Europa, dado el caso que se nos hace, creo que nos llevaremos a la tumba toda nuestra experiencia. Pero, seguramente, dará lo mismo, pues nadie suele escarmentar en cabeza ajena. Y tropezar, no dos, sino varias veces con la misma piedra, es propio de humanos.