“Desde aquel día, no sé si vivido o soñado, hasta el día de hoy, en que vivimos demasiado despiertos y nada soñadores, han transcurrido seis años repletos de realidades que pudieran estar en la memoria de todos. Sobre esos seis años escribirán los historiadores del porvenir muchos miles de páginas, algunas de las cuales acaso merecerán leerse. Entre tanto, yo las resumiría con unas pocas palabras:
Unos cuantos hombres honrados, que llegaban al poder, sin haberlo deseado, acaso, o sin haberlo esperado siquiera, pero obedientes a la voluntad progresiva de la nación, tuvieron la insólita y genial ocurrencia de legislar atenidos a las normas estrictamente morales de gobernar en el sentido esencial de la historia, que es el del porvenir. Para estos hombres eran sagradas las más justas y legítimas aspiraciones del pueblo; contra ellas no se podía gobernar, porque el satisfacerlas era precisamente las más honda razón de ser de todo gobierno. Y estos hombres, nada revolucionarios, llenos de respeto, mesura y tolerancia, ni atropellaron ningún derecho ni desertaron de ninguno de sus deberes.
Tal fue a grandes rasgos la segunda gloriosa República Española, que terminó a mi juicio, con la disolución de las Cortes Constituyentes. Destaquemos este claro nombre representativo: Manuel Hazaña.
Vinieron después los días de laboriosa y pertinaz traición, dentro de casa. Aquellos hombres nobilísimos, republicanos y socialistas, habían interrumpido ingenuamente toda una tradición de picarismo, y la inercia social tendía a restaurarla. Fueron más de dos años tan pobres de heroísmo en la vida burguesa como ricos en anécdotas sombrías. Un político nefasto, un verdadero monstruo de vileza, mixto de Judas Iscariote y caballo de Troya tomó a su cargo el vender- literalmente y a poco precio- a la República, al dar acogida en su vientre insondable a los peores enemigos del pueblo. A esto llamaban los hombres de aquellos días: ensanchar la base de la República. Destaquemos a un nombre entre los viles, que los represente a todos: Alejandro Lerroux.
Pero la traición fracasó dentro de casa, porque el pueblo, despierto y vigilante, la había advertido. Y surgió la República actual, la más gloriosa de las tres- digámoslo valientemente, porque dentro de veinte años lo dirán a coro los niños en las escuelas-: surgió la tercera República Española con el triunfo en las urnas del Frente Popular. Volvían los mismos hombres de 1.931, obedientes al pueblo, cuya voluntad legítimamente representaban; y otra vez traían un mandato del pueblo, que no era precisamente la Revolución Social, pero sí el deber ineludible de no retroceder ante ningún esfuerzo, ante ningún sacrificio, si la reacción vencida intentaba nuevas y desesperadas traiciones.
Y surgió la rebelión de los militares, la traición madura y definitiva que se había gestado durante años enteros. Fue uno de los hechos más cobardes que registra la historia. Los militares rebeldes volvieron contra el pueblo (todas) las armas que el pueblo había puesto en sus manos para defender la nación, y como no tenían brazos voluntarios para empuñarlas, las compraron al hambre africana, pagaron con oro, que tampoco era suyo, todo un ejército de mercenarios: y como esto no era todavía bastante para triunfar ante (de) un pueblo casi inerme, pero heroico y abnegado, abrieron nuestros puertos y nuestras fronteras a los anhelos imperialistas de dos grandes potencias europeas. ¿A qué seguir?… Vendieron a España. Pero la fortaleza de la tercera República sigue en pie. Hoy la defiende el pueblo contra los traidores de dentro y los invasores de fuera, porque la República, que empezó siendo una noble experiencia española, es hoy España misma. Y es el nombre de España, sin adjetivos, el que debemos destacar en este 14 de abril de 1.937. ANTONIO MACHADO.