LAS VERDADES DEL BARQUERO
¡MENUDO PALADAR! por El Cojense
Ocurrió hace unos diez años, pero recuerdo el caso perfectamente, quizá por un fenómeno de memoria selectiva, facultad que para la música suelo tener algo desarrollada.
El caso fue que la Organización Nacional de Ciegos puso en marcha una de sus campañas de verano con una simpática colección de cuñas publicitarias, si no tan rotunda como la de años anteriores cuando, para anunciar el llamado cuponazo, veíamos en televisión el llamativo anuncio donde se caía de espaldas semejando fichas de dominó una enorme hilera de gente, anuncio que fue del agrado de la mayoría de teleespectadores por lo cómico y original.
La campaña objeto de este comentario se caracterizaba en esta ocasión por una serie de cancioncillas, unas veces a una sola voz y otras a coro, donde, salvo algún caso medianamente aceptable, la ordinariez y la desafinación eran la tónica general, pero que cumplían perfectamente su cometido de hacer simpática a la ONCE y predisponer a la compra del cupón. Los cantores protagonistas no eran profesionales: se trataba de los propios empleados de la ONCE, quienes de mejor o peor manera, a su buen entender, con las voces que Naturaleza les dio y alguna risa de fondo entre ellos, grabaron tan singular repertorio. Como era obvio, no pretendían otra cosa que divertir y hacer de reclamo publicitario, y en verdad que consiguieron su objetivo y de paso se divirtieron grabando el anuncio publicitario para la empresa.
Hasta aquí, todo normal. Pero el caso es que hay un motivo para analizar con más detalle la cuestión, y es que un español residente en Holanda, que según dijo oía la emisora de radio Onda Cero por Internet, llamó al programa Protagonistas que dirigía y presentaba Luis del Olmo para preguntar dónde podría comprar la canción del verano que había oído en dicha emisora, pues le había gustado mucho. Esta “canción del verano” era, por supuesto, una de las de la citada colección de la ONCE. Ante semejante dislate confieso que, como hicieron los tertulianos y el propio director del programa, me reí. Pero luego, recapacitando un poco, pensé que el asunto daba más motivos de pena que de risa, ya que este compatriota nuestro parecía estar aquejado de la dolencia que yo llamo paladar estropeado, en este caso el paladar musical. Trataré de aclarar el porqué en los considerandos siguientes, bajo mi particular punto de vista, advirtiendo de paso que mi formación académica como crítico musical es nula.
A) Consideremos un paladar acostumbrado al cotidiano consumo de alfalfa, que de paso diré que es un estupendo forraje para muchos animales. Lógicamente, sus papilas gustativas también encontrarán apetecibles y sustanciosos los bocadillos de tréboles variados, gramíneas, berzas, berros y borrajas. Como, según se afirma, la función crea el órgano, no solo el paladar sino también la dentadura y el aparato digestivo evolucionarán en esa dirección mientras no haya un cambio importante que detenga o desvíe el proceso evolutivo.
B) Consideremos también, siguiendo el ejemplo anterior, que cualquier cerebro que a través del oído reciba constantemente la bazofia musical al uso en el ambiente discotequero y radiotelevisivo que nos rodea –y que también sale a menudo por las ventanillas de algunos coches-, con escasísimas excepciones puede acabar aceptando y digiriendo cualquier soniquete como aceptable, e incluso le parecerá bueno o excelente aunque se trate de uno de los disparates publicitarios de la ONCE, que, repito, cuentan con todas mis simpatías como reclamo. Por que también hay que decir que algunas de las citadas voces de los trabajadores de la ONCE, por sí mismas, no se diferenciaban mucho de las de ciertos ídolos consagrados por las productoras de discos, las cuales voces, desposeídas de los inmensos recursos que les presta la electrónica se quedarían más o menos en lo que son: pura y simple vulgaridad, alcanzando algunas la categoría de balidos (no confundir con baladas; son otros cantares). Recuerdo ahora una máxima popular entre la gente del medio rural, que decía más o menos así: -“En el campo, cantar bien o mal, da igual; pero delante de gente, cantar bien, o callar”. Y aún añado de mi propia cosecha que algunos ritmos de bastante de esto que ahora llaman música me recuerdan el sonido grave y profundo, pero acelerado en su cadencia, de la maza de picar esparto que manejaban nuestros abuelos sobre fondo de sierra cortando hojalatas. Como ejemplo de esto último, precisamente con un coche como protagonista, les traslado la onomatopeya del regalo que hizo a los oídos de los que cruzábamos un paso de peatones un amable automovilista, con los cristales de las puertas bajados y bastantes decibelios, mientras esperaba detenido ante el semáforo en rojo. La secuencia de sonidos se repetía machaconamente dando varios segundos alternativamente a cada de estas dos partes:
….Bum, bum, bum, – ñikiñaka, ñikiñaka, ñikiñaka….(Ustedes perdonen, pero no exagero un ápice; la “música” del coche sonaba tal como les digo, y por la expresión de alguna cara de las presentes, puede que peor).
Y así, hasta que reverdeció el semáforo y se alejó con presteza, aunque se le siguió oyendo durante un buen trecho gracias a la excelente calidad y potencia de los altavoces que portaba.
Por lo expuesto, en vez de risas, vaya mi conmiseración más profunda hacia nuestro paisano residente en Holanda, tal vez otra desgraciada víctima de su entorno educativo y cultural. ¡Para cuándo una asignatura musical de altura en la formación escolar y universitaria! Quisiera ser optimista, pero me temo que nunca.