“Simpáticos pero dañinos” por Rafael Moñino
SIMPÁTICOS, PERO DAÑINOS Para expresar la imagen boscosa que en tiempos pasados ofrecería la península ibérica a vista de pájaro se recurre al dicho común de que una ardilla podría atravesar todo el territorio peninsular saltando de árbol en árbol. Es posible que así fuera alguna vez, pero visto el actual panorama hemos de atribuir a la estirpe celtibérica una asombrosa capacidad de deforestación dado el aspecto de nuestros campos. Tal vez otro día abordemos este asunto, pero hoy la parte nuclear del tema se la lleva ese simpático y saltarín animalito que acabamos de nombrar, sin omitir de pasada a otros que, con todo su derecho a vivir como cualquier especie, están a veces donde no debieran. Tres ejemplos citaremos, uno por cada hábitat: Tierra, mar (agua dulce en este caso) y aire. En tierra, la ardilla; en el agua, la gambusia, y en el aire, una pequeña y vistosa cotorra. La gambusia es ese pequeño pececillo americano que abunda en nuestros azarbes y lagunas –incluso aunque el agua no esté limpia-, en las que se introdujo para combatir los mosquitos, cuyo cometido cumple a la perfección, pues pese a lo pequeño que es, su comportamiento recuerda al del feroz tiburón que ataca a mordiscos cualquier cosa que se mueva, incluida su propia prole, pues las crías, que pare vivas en número de cuarenta o cincuenta, cuidan de desaparecer pronto de la vista de su madre y otros miembros de la especie para buscar adecuado escondite entre la vegetación acuática. Este pececillo (Gambusia affinis en este caso), extendido ya en casi todo el mundo, en realidad produce a veces más daños que beneficios, pues además de larvas de mosquito se come los alevines de otras especies. En algún embalse pequeño he podido constatar personalmente la desaparición de las ranas y de una colonia de sapo partero que habitaba el cañaveral y el tronco hueco de un olmo próximos al embalse. La cotorra, o cotorrita monje argentina como se la llama también, de menor tamaño que una tórtola, y también de importación como la gambusia, puesta en libertad inadecuadamente por gente poco consciente de lo que hace, forma chillonas y agresivas bandadas compitiendo por el alimento con nuestras especies naturales, produciendo también daño en los frutales, especialmente en dátiles y otros frutos medianos y pequeños, habiéndose ganado a pulso la calificación de Especie Exótica Invasora. En nuestro entorno, por lo agresivo de su comportamiento, está disputando la comida y desplazando a especies tan emblemáticas como el mirlo y otras aves, causando también serias molestias al vecindario de parques urbanos en las grandes ciudades. A la lista de especies, que sería interminable, podemos añadir los graves casos de la introducción del mejillón cebra en casi media España, y el reciente del picudo que tan a la vista tenemos en nuestras palmeras. Pero volvamos a nuestra ardilla, el más simpático de todos, el que tanto gusta a chicos y mayores, y protagonista travieso de series de dibujos animados. Es un caso semejante en mucho a los citados, pero cuyos efectos se notan muy pronto. Digamos de entrada que la ardilla es nuestra, que ha vivido siempre con nosotros, que vive en muchísimas masas forestales ibéricas y que no causa mayores problemas dentro del conjunto de especies que pueblan nuestros bosques. Pero en espacios reducidos, la cosa cambia. Cuando se establece en las ciudades su presencia no tarda en notarse en el ecosistema de parques públicos y privados, y cuando quiere trasladarse de uno a otro parque, si no hay árboles intermedios camina sobre el asfalto como cualquiera. Su régimen omnívoro le permite aprovechar cualquier alimento: frutos secos y acuosos, brotes, cortezas de árboles, huevos, pájaros, o sea, de todo. En alguna casa de campo, si ésta dispone de un pequeño bosquete de pinos o cualesquiera otras especies arbóreas, el resultado es que los pájaros desaparecen, y la fruta del huerto familiar también, incluso antes de madurar, y si hay pinos piñoneros, se acaba la costumbre de recogerlos del suelo como siempre. Un paseo mirando al suelo entre los árboles nos muestra, además de cáscaras de piñones, también de huevos y abundantes plumas de pájaros medianos y pequeños, incluidas las de tórtolas. Las palomas torcaces y tórtolas, que debido a la disminución de la presión de la caza en la proximidad de los espacios urbanos ya crían en los árboles de nuestros parques y casas de campo, sufren la especial voracidad de las ardillas, y la presencia de plumas de tórtolas y restos de huevos a pie del mismo árbol sugieren el ataque directo al nido durante la incubación. Esto, abundando en lo dicho, también sucede en espacios abiertos, pero precisamente por ser así, la presión es la que corresponde y que siempre hubo de acuerdo al equilibrio natural entre depredadores y presas. Naturalmente, las ardillas no son las culpables de la situación. La culpabilidad reside en la irreflexión de lo que supone el confinamiento en espacios cerrados de especies que no pueden convivir a esos niveles, y la responsabilidad recae totalmente en los poderes públicos, que sin atender a algunas falsas -y tan de moda- posiciones ecologistas deberían hacer lo necesario para restituir el equilibrio anterior a la llegada de tan inoportuno personaje, del que se puede decir con toda propiedad que, además de simpático, en esencia solo es una rata de tonos oscuros estirada, de orejas peludas y plumero en la cola –hay varias especies de ardillas, pero este tipo es el que he observado-, más ágil que las ratas, y tan lista o más que ellas. Y no me pregunten la opinión que tengo de las ratas: seguramente es la misma que la de ustedes. Rafael Moñino Pérez (Agente de Extensión Agraria jubilado)